Las encuestas apuntan a un ligero retroceso de la participación en la jornada electoral. Dos o tres puntos por debajo del 73,2% del censo que acudió a las urnas el pasado 20 de diciembre. En parte, es normal que sea así: cansancio del electorado, frivolidad de los partidos españoles, incapacidad para llegar a acuerdos de gobierno, y ausencia de propuestas creíbles y factibles para encarar las demandas de Catalunya. Son cuatro motivos muy desalentadores y que explican en buena medida el enorme hartazgo de la ciudadanía española y catalana. 

Pero también hay muchos motivos para ir a votar y decidir con la papeleta quienes acabarán ocupando los 47 escaños catalanes en el Congreso de los Diputados y los 16 senadores. Empezando por la principal demanda en Catalunya desde el año 2012, cuando se asentó en todas las encuestas que una mayoría estable del 80% de los ciudadanos catalanes estaba a favor de celebrar un referéndum para decidir sobre su independencia, al que se niega permanentemente el Estado. Hasta razones más recientes, como las informaciones que apuntan a la fabricación de pruebas falsas para involucrar a líderes soberanistas en temas de corrupción y que hemos conocido esta semana a través de los audios de dos reuniones entre el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, y el director de la Oficina Antifrau, Daniel de Alfonso. Dos conversaciones en las que la fiscalía parece ser un brazo más del Gobierno español y el director de Antifrau tan pronto saca pecho de haber destrozado el sistema sanitario catalán como le pide al ministro que le considere un cabo del Cuerpo Nacional. Todo muy difícil de comprender en un país democrático y que también habrá que escudriñar sean cuales sean los resultados.

La historia electoral demuestra dos cosas: que no hay elecciones pequeñas y que los resultados siempre tienen margen para la sorpresa, como hemos visto en el referéndum sobre la Unión Europea en que se ha impuesto el Brexit, en contra de lo que decían las encuestas de las horas previas. Por otro lado, un desenlace de difícil digestión en el Reino Unido, donde se han producido resultados territoriales muy dispares, empezando por el hecho de que el 62% de los escoceses se han pronunciado en una dirección contraria a la de los ingleses y a favor de la permanencia en la UE. La primera ministra escocesa, Nicola Sturgeon, ya ha pedido iniciar conversaciones con las autoridades de Bruselas, que en Catalunya tendrán que ser seguidas con mucha atención.

Y, finalmente, habrá que tener mucho cuidado con votar por promesas fáciles que luego no se cumplen. Nigel Farage, del euroescéptico UKIP, no ha tenido ningún rubor en reconocer a las pocas horas del referéndum que algunas de las promesas del Brexit eran mentira. Como una de las propuestas estrella que garantizaba que los 350 millones de libras que se destinaban en el Reino Unido para el presupuesto comunitario de la UE irían en su integridad al sistema sanitario. El pasado mes de diciembre pasó en España con la bajada de impuestos del PP y ahora se promete a Catalunya el referéndum de Podemos. Separar el grano de la paja acaba siendo un ejercicio difícil pero necesario para el elector. Sobre todo, para no llamarse a engaño.