Las últimas tendencias de pensamiento son harto contradictorias: por un lado, aseguran que la verdad no existe, que todo es relativo, que la belleza está en el ojo del espectador; pero al mismo tiempo hay algunos dogmas que, de cuestionarse, colocan al objetor en la categoría de delincuente. Un ejemplo actual es el modo en que cada cual puede vivir el amor, ese fenómeno humano sobre el que desde los presocráticos se dice que rota el mundo. El último, hasta la fecha, eslogan del autocalificado feminismo afirma que “el amor romántico mata”. En consecuencia, cualquiera que afirme que amar es perdonar, o sacrificarse, o servir, se condena. Si lo dice un hombre, es un machista. Si lo dice una mujer, una alienada. No sé cómo se resuelve el asunto cuando lo dicen quienes no se sienten ni una cosa ni otra, ni tampoco sé qué opinan quienes así hablan de aquel “Estúpido” que hace dos mil años se dejó matar por amor, aunque supongo que para solucionarlo optan entre decir que no existió o que en realidad era una mujer sepultada en una iconografía misógina.

A Will Smith, como a Paz Padilla o a Belén Esteban, y perdón por el paralelismo cutre, la historia le condenará por haber hecho suya la idea que en su día resumiera la “princesa del pueblo”: yo, por mi hija, mato. Ya, y puestos en la tesitura, ¿quién no? ¿O es que no hemos aludido en mil ocasiones a la cobardía, incluso delictiva, de quienes ven a alguien abusar de otra persona y no terciar, sobre todo si tenemos con esa persona una relación de amor o amistad? ¿Es que no hemos criticado hasta la saciedad a quien calla frente a la injusticia? Cuando alguien muere sometido a torturas sin soltar palabra, ¿es tonto o es un héroe? ¿Por qué el sacrificio o la indignación se ensalzan o se condenan sin saber el camino que lleva hasta ellos?

Implacables con el rico y famoso negro, ¿estamos dispuestos a aceptar un juicio sobre nuestra conducta en el que no haya apelación a razones que puedan justificar nuestras caídas?

Se van destapando diversos sucesos en la relación entre Will Smith, Chris Rock y Jada Pinkett que a modo de triángulo artúrico aventurarían que el mal rollo viene de lejos, que lo de la bofetada del primero al segundo para desagravio de la tercera no es más que la gota visible de un vaso lleno a rebosar. Un mal gesto ¿se puede justificar en el cansancio, la exasperación, la tensión previa? Paradójicamente, la historia del cine ha ido ahondando cada vez con mayor audacia en la justificación del malhechor: en Monster una magnífica Charlize Theron interpreta una asesina múltiple cuya historia se explica para justificar ante el espectador sus razones para matar, y aún recordamos con una sonrisa la Louise que mata por Thelma al desgraciado que quiso ponerle la mano encima en un aparcamiento. Pero Will, aun siendo negro, es rico, y no puede ocultar que es un hombre. De hecho, parte de los comentarios sobre su bofetada a Chris Rock la noche de los Oscars en la que (finalmente) le concedieron el supravalorado galardón aluden a la forma en que caminaba de vuelta a su asiento, aludiendo a su gestualidad con unas expresiones que un ápice antes del suceso alguien habría considerado racistas.

Nada de ese gesto, como de cualquier gesto, se entiende si no indagamos: en la historia entre ambos y con la mujer de uno de ellos; en los momentos anteriores a ése que hayan ido incendiando una relación que viene de lejos; en la historia que se acumula sobre esa cabeza rapada objeto del debate y la violencia contemplada; en definitiva, en esa cadena de acontecimientos que nos pueden llevar a Un día de furia, como a Michael Douglas, o a ese Eastwood que un día actúa Sin perdón, mientras esperamos que al sheriff justiciero que encarna Hackman le den su merecido. Ah, porque ahí está la cuestión, y nuestro juicio popular: ¿le dieron o no a Chris Rock su merecido? Porque es mentira que condenemos toda forma de violencia, porque nos pasamos la vida juzgando y terciando para decidir cuáles de todas las que existen son legítimas. Como jueces. Como en el caso de Ucrania sobre el Donbás, o de Rusia sobre Ucrania. Y etcétera.

Parte de la psicología transpersonal, y no digamos la mediación que hoy se dice que debería ser la solución al conflicto ruso-ucraniano, pasan por colocarse en el lugar del otro, entender su camino hasta la acción concreta, con independencia de que pueda caer sobre ella el peso de la ley. Implacables con el rico y famoso negro, ¿estamos dispuestos a aceptar un juicio sobre nuestra conducta en el que no haya apelación a razones que puedan justificar nuestras caídas? Vamos, que estamos claramente libres de todo pecado, porque nos ha faltado tiempo para tirar, cada cual desde su particular tribuna, no una, sino todas las piedras. La última, podemos aventurar, decir que no merece el Oscar quien a todas luces ya debería acumular al menos tres.