No es mi intención dejar sin trabajo a los analistas de datos, pero así como entiendo que estudien lo que ya se ha producido, soy incapaz de entender las previsiones que realizan como otra cosa que una forma de manipulación. La razón fundamental de mi aserto es el nivel de mentira que las respuestas de los encuestados incorporan y la necesidad complementaria de que el encuestador lleve a cabo una labor “culinaria” para intentar acercarse a una previsión fiable. En esa cocina radica la distancia abismal entre unas y otras encuestas, cuyo grado de error en la aproximación a lo que pase tiene siempre una explicación a posteriori.

Porque varios obstáculos se interponen entre la realidad futura y su lectura a través de una encuesta:

Por supuesto, un obstáculo de carácter material puede siempre explicarlo: la muestra no era lo suficientemente amplia, lo suficientemente representativa. Cuanto lo sea depende, sin duda, de los recursos que se empleen en su confección. El método, con teléfonos fijos que fueron protagonistas en otra época y llamadas a horas en las que casi nadie está en casa excepto la criada, la yaya o el menor de edad, hacen más difícil adecuar la encuesta al siglo XXI.

A la mentira del encuestado hay que añadir la intención del encuestador. Con dificultad escapa este último de sus simpatías o fobias. Y ello, porque sabe del efecto que pueden producir las encuestas

Pero la mentira, a la que he aludido antes, es probablemente el obstáculo sociológico más significativo. A mi juicio lo que debería analizarse es la compulsión con que se oculta una preferencia política u otra, las ansias del común de los mortales de alinearse con el caballo ganador, sea ahora el independentismo o la extrema derecha, fuera otrora el socialismo, y hasta antes de ayer la indignación 3.0 de Podemos. El voto oculto, una manera más digna de llamar a la mentira, define una determinada sociedad frente a esas otras en que la gente famosa se alinea con uno u otro candidato y se dedica de forma ostentosa a recaudar fondos en cenas de lujo, a lanzar proclamas desde detrás del micrófono en un concierto, o a twittear sus gustos políticos sin rubor alguno. Aquí, con dificultad ha empezado a darse otra cosa que el artista subvencionado por uno u otros en conciertos, programas o premios. Pocos escapan de esa indignidad y arriesgan por lo que creen. Arriesgan, digo, no cobran.

A la mentira del encuestado hay que añadir la intención del encuestador. Con dificultad escapa este último de sus simpatías o fobias. Y ello, y así llego a la pregunta con la que encabezo este escrito, porque sabe del efecto que pueden producir las encuestas. Si los partidos tienen las suyas propias, siempre privadas y casi nunca se equivocan en el resultado, ¿cuál debe ser la diferencia? Pues que las encuestas públicas son más un instrumento de manipulación que un instrumento para la información, y probablemente por ello deberían estar prohibidas. Solo si son información veraz las salva que pueden significar un cambio de voto en razón de los datos conocidos, el llamado voto útil (o venta del alma al diablo) y, en última instancia, la movilización, cuando bandos enfrentados están muy igualados, de personas que en otra circunstancia despreciarían el sufragio como lo que es: una llamada a participar en la renovación de su sueldo al político profesional y al pago de un viaje por la “política real” a los que lo son por accidente.