Hay ahora mismo un debate abierto, y no es menor, sobre el alcance que debe darse a la crítica contra la acción gubernamental en tiempos como este, cuando parece que la reclamación de seguridad y el miedo que provoca la situación de pandemia justifican cualquier acción del poder para satisfacerlos y nuestro consecuente silenciamiento de la crítica.

Para quienes creen que el análisis crítico del gobernante debe ser pospuesto, la argumentación tendría su apoyo en el carácter esencialmente privado e individual del ejercicio de la libertad de expresión, derecho fundamental que vehicula las opiniones y, por tanto, cuando las hay, las críticas. Quienes comparten tal idea entenderían que los críticos son una especie de egoístas y frívolos ciudadanos que priorizan libertades superfluas cuando las prioridades deberían ser otras y el sentido de la acción de oposición, un leal y comprensivo acompañamiento de quien tiene la ingrata tarea de dar la cara y, como se aprecia a menudo, arriesgar equivocarse, más aún ahora en que los gobiernos no son monocolor, y cualquier armonía se torna doblemente imposible.

Expresar públicamente el lamento por el hecho de que España ocupe el último lugar en el ranking australiano sobre la calidad de la gestión de la pandemia deja de ser un derecho y se convierte en una obligación

Pero hay también quienes ponderan en la libertad de expresión no tanto el ser manifestación de la libertad de conciencia individual como, sobre todo, por su papel esencial en la construcción de la opinión pública libre. Desde ese punto de vista, el ejercicio que cada cual hace de esa libertad no es tanto una satisfacción personal, cuanto una responsabilidad en relación con su comunidad, que solo de ese modo accede a un nivel de conocimiento plural del mundo en el que vive. Porque es eso, junto a los hechos noticiables sobre los que se le informan y todo ello adobando el sustrato formativo previamente adquirido a través de la educación, lo que permite finalmente plantearse alternativas o elegir opciones políticas que puedan eventualmente llegar a ser opciones de gobierno. Si todo eso funciona, algo más quimérico de lo que la teoría describe como un paraíso, la democracia se hace fuerte, no deviene demagogia, propicia y se nutre de individuos libres.

Desde esta segunda perspectiva expresar públicamente el lamento por el hecho de que España ocupe el último lugar en el ranking australiano sobre la calidad de la gestión de la pandemia deja de ser un derecho y se convierte en una obligación. Avergonzarse públicamente porque la portavoz de la Generalitat afirme sin rubor, vista la indigente gestión de las propias competencias, que una Catalunya independiente habría tenido menos fallecimientos, debería también formar parte del mínimo portfolio cívico. Y recordar la contradicción ad nauseam de nuestros gobernantes, solo movidos a golpe de grupo de presión (sean defensores de los niños, de las mascotas o del sector laboral que sea), sin una visión global para la que prometieron estar preparados, requiere de nosotros, los gobernados, una atenta vigilancia y una crítica contemporánea a sus actos, de manera que sea una realidad lo que se augura: que en la próxima convocatoria electoral enviemos al olvido político a los protagonistas políticos del presente.