Aunque nos pasemos la vida firmando peticiones para conmutar penas de muerte de países anclados en la barbarie, y el veganismo inspire locuras como la de que una tortilla es el resultado de la violación de una gallina, estos días se ha evidenciado lo difícil que es recordar el quinto mandamiento en tiempos de hedonismo mezclado con desesperanza y rabia. Es difícil también recordar que el liberalismo no implica decirle a la gente que haga lo que quiera, ni siquiera en el momento final, porque la libertad nunca consistió en hacer de cada deseo un derecho, a pesar de que grandes gestas principiaron en sueños visionarios. Contra lo que nos quieren hacer creer, un derecho es algo muy serio, una moneda en cuyo reverso está escrita la palabra deber.

Por lo que se refiere al contenido de los derechos, partamos de un axioma: contra el relativismo, que afirma que todo puede ser verdad (para luego contradecirse condenando al ostracismo a quien no piensa igual), no cabe atribuir libertad a la opción que contraviene el orden natural de las cosas y que es el fruto de una voluntad doblegada de forma definitiva ante el dolor físico o psíquico que puede entrañar la existencia. Sí es liberal, en cambio, no juzgar a quien, empujado por esas circunstancias, decide acabar con su propia vida, en la conciencia de que no es libre quien actúa en tal manera constreñido por el sufrimiento. El suicidio, que hace siglos fue considerado una heroicidad para después ser tachado de anatema, ha tenido en tiempos recientes una consideración ambivalente entre el tabú, la tristeza o incomprensión de los allegados que se quedan y la general y tal vez injusta sensación de que, como sociedad, hemos fracasado. Es precisamente a esta última cuestión a la que me quiero referir, la del valor que debamos otorgar a las acciones del denominado estado social, en relación con un supuesto derecho a morir y, más aún, con un hoy ya legislado derecho a matar, eufemísticamente denominado “eutanasia”.

Porque si de lo que se trata es de ayudar a la gente a morir con dignidad, la cuestión se centra en aquellos cuidados y curas paliativas que química, física o psicológicamente acompañan a la persona hasta el final de sus días, consiguiendo así revalorizar a sus ojos su propia vida también en esos momentos, consiguiendo con ello además evitar a las personas que la rodean la tremenda sensación de que es mejor acabar con esa vida doliente y, eventualmente, con la “carga” que para el resto suponga desde algún punto de vista.

Si de lo que se trata es de ayudar a la gente a morir con dignidad, la cuestión se centra en aquellos cuidados y curas paliativas que química, física o psicológicamente acompañan a la persona hasta el final de sus días

Pero se va abriendo camino una visión distinta sobre la voluntad de morir. Despersonalizada, aupada al protocolo racional de supuesta legitimidad paralela a la del derecho a la vida, la pregunta a través de la que se aborda ayudar a otro a morir, es decir, matarlo, es parecida a la que ampara el derecho a abortar: el individuo, dejado a su albur, en absoluta soledad, no solo puede pensar sobre la vida y la muerte lo que quiera, sino que hace al Estado, al que por eso y para eso llama “social”, garante de ese derecho suyo a decidir sobre su propio cuerpo sin ninguna otra consideración en relación a cualesquiera derechos, como no sucede en ningún otro derecho fundamental.

Un Estado que nos multa por no llevar la mascarilla con la justificación de que lo que ponemos en peligro es la vida de los demás, se abre a considerar construir una maquinaria para la muerte precisamente por la misma razón: ¡cuánto más sencillo y económico es suministrar un cóctel de veneno que construir un sistema de ayuda y acompañamiento del doliente para que no se sienta una carga, para que los demás no caigan en la tentación de verlo así, como el utilitarismo ha hecho que en general se nos vea! ¿Qué sentido tiene ser clase “pasiva”, inútil, que solo recibe descuentos, subvenciones, pensiones, ayudas asistenciales, servicios sociosanitarios, o costosísimos tratamientos para alargar la vida cinco minutos más? Pensada en esa clave económica, la vida del anciano no vale nada, aunque le llamemos tercera edad y pongamos a su disposición viajes con atracón y baile incluido. A esa perspectiva nos ha conducido la valoración en pura clave económica del derecho: la valoración de un usufructo vitalicio como tanto menor cuanto mayor es la edad del usufructuario; los alimentos entre parientes, obligados porque no salen del corazón; el cómputo de una lesión, según el tipo de trabajo y la edad de quien la sufre; la cuantiosa suma como compensación a los “daños morales”…

Pero para llegar a ese modo economicista de contemplar la vida y la muerte, no hacía falta que calificasen de “histórico” el día en que se promulga la ley de eutanasia. Nos venderán otra cosa, y se llenarán la boca con eslóganes, pero es simplemente el día en que se consagra que las arcas del Estado recibirán el beneficio correspondiente a todas las pensiones que dejarán de proveer en todas aquellas personas que se verán tal y como los legisladores los ven: vidas inútiles, sin sentido, prescindibles... De algún modo había que compensar el agujero negro de un sistema de salud con el que le hemos prometido a la gente lo imposible: que no padecerá, que no envejecerá, que no morirá... si no quiere... Personas a las que otorgar el pasaporte al otro barrio con un sencillo y económico cóctel letal que justifican en el igualitarismo de que los ricos ya pueden hacerlo recurriendo al médico amigo, mancillando de paso a todo un colectivo con la sombra de su violencia al juramento supremo.

Vete ya de una vez, y no molestes más, le dice la ley al sufriente. Es extraño que seamos un país mediterráneo y vital y que en cambio secundemos una lúgubre iniciativa de dos territorios fallidos de la Unión Europea, de donde los viejos huyen por si acaso las supuestas garantías de su derecho a morir se convierten en la trampa en la que caigan sin querer. Tanto llenarnos la boca con la solidaridad para acabar concluyendo que era eso, simplemente financiar el vaso de cianuro a quien dice, y nos conviene creer, que libremente opta por marcharse. ¿Y preguntarle dos veces si lo quiere hacer es la gran garantía del proceso? La lista de los objetores conciencia a una legislación contra natura es la última vuelta de tuerca de esta historia. ¿No les parece extraño que entre la mayoría de los médicos se haya alzado la inquietud con esa lista obligatoria que violenta la libertad de conciencia? Señalados, perseguidos y probablemente expulsados del sistema de salud, quienes objeten son los nuevos disidentes. La historia dirá en qué lado estaba la decadencia y si al final caímos de forma irremediable por la pendiente, aunque solo fuese para, desde ahí, conseguir renacer.