En la jungla dictatorial de lo que se puede o no se puede decir, me interesa especialmente la jaula que estamos tejiendo en torno a la libertad de expresión con los llamados delitos de odio. Todo empezó hace ya mucho con la voluntad de parar los pies a quienes negasen ignominias históricas como los holocaustos (el alemán de la época de Hitler, especialmente, pero también el estalinista o los sufridos en los Balcanes o el Kurdistán, y así otros tan estupendos hasta llegar a los que la mayoría ignora o quiere ignorar). El propio Tribunal Constitucional estimó un recurso de amparo, retorciendo el interés legítimo de quien lo solicitó, Violeta Friedman, a pesar de que ésta lo hacía, a mi juicio de forma inapropiada, en nombre de todo el pueblo judío. El tribunal entendió que este tipo de colectivos sin personalidad jurídica no tienen otro modo de defenderse en nuestro sistema, si no es considerando que tiene interés legítimo un miembro de esa comunidad, a su vez con familiares fallecidos en los campos de concentración. No existía entonces toda la normativa que, de resultas de la motivación de aquella sentencia, prácticamente ha acabado por decir que algunas cosas no se pueden ni pensar.

En el Código Penal se recogen varias modalidades de comisión del delito de odio: la primera es la promoción o incitación directa o indirecta al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad.  Se pena también la difusión de ese tipo de expresiones a través de cualquier medio. Y finalmente se condena la negación pública o la trivialización grave o enaltecimiento de los delitos de genocidio, de lesa humanidad o contra las personas y bienes protegidos en caso de conflicto armado, cuando se cometan contra un grupo o parte de él, o contra persona concreta por pertenecer al mismo, por los motivos ya enunciados, cuando así se propicie un clima de violencia, hostilidad, odio o discriminación contra ellos.

El núcleo de lo perseguido es compartible. De hecho, no hacía falta un delito como ese para que el honor de una mujer que ha sido violada pueda ser protegido frente a un individuo que hace pública befa del suceso y añade el deseo de que se repita. Que el individuo hable en general de mujeres a las que habría que violar o de discapacitados a los que habría que esterilizar o de que el holocausto es mentira ya fue salvado en su legitimidad desde el caso Friedman antes mencionado. Y en lo referido a la apología del terrorismo, ya tiene su propio artículo y una Ley de Partidos con la que se estranguló la corriente financiera entre los que justificaban ETA y la propia banda. Pero lo que pretende este artículo del Código Penal es reconducir la libertad de expresión a la expresión libre solo de lo que es correcto. Y esto es exactamente lo que pasaba durante el franquismo, cuya memorable Ley de Prensa de 1966 quería aparentar una tolerancia que sólo llegaba hasta el primer artículo de su redactado.

El mismo tiempo y lugar (el nuestro, lastrado por la larga sombra de la censura sobre un pasado cada vez menos reciente) en el que ahora se afirma la libertad de expresión sobre el honor y la intimidad de las personas; ese mismo tempo y lugar es el que con mayor contundencia se ha puesto a perseguir los delitos de odio, entendiendo ilegítimo el ataque a otra persona por el mero hecho de pertenecer a un cierto colectivo. El último y disparatado ejemplo es el del payaso apostado junto a un guardia civil, pero si somos coherentes nos daremos cuenta de que, a este paso, la mayor parte de los chistes serán delito y, como Galileo, enunciar lo que al común se le antoje anatema habrá de ser dicho entre dientes porque, móvil en ristre, cualquiera puede hacer de los comentarios más jocosos una causa con la que enviarnos a galeras por no poco tiempo. No comparto lo que dicen raperos como Valtónyc, pero creo que, si nos descuidamos, ni yo podré decir que no comparto el criterio de los jueces para enviarlo a prisión. Ni a él, ni a todos esos enfermos mentales que pueblan las redes de memeces, cuyo grado de violencia está más en la capacidad de los demás para secundarlos que en ellos mismos. Como decía mi madre, “no hay mejor desprecio que no hacer aprecio”.  Pues eso, pero con el añadido de una duda: ¿somos capaces de prohibir odiar?