En general comparto que solemos complicarnos la vida, cuando en el fondo casi todo resulta más sencillo: sin establecer juicios sobre conductas cuyo hilo conductor desconocemos; sin temer un futuro que tal vez no llegue a ser o que, si llega, no mejora en nada por sufrirlo antes de tiempo; sin rememorar un pasado que, si malo, ya pasó, y si bueno, en todo caso no existe y nos ciega el disfrute de lo único cercano a lo real, el inasible presente.

Tengo un absoluto convencimiento de que, como dicen los físicos, la fórmula elegante es la sencilla, y que la vida resume esa elegancia a pesar de todos nuestros aditamentos inservibles. Pero de la teoría a la práctica el trecho es enorme, y así se aparecen sucesos como el de Juana Rivas que nos enroca de nuevo en el artificio de la complejidad, que no es otro que la búsqueda de la verdad por caminos que no conducen a ninguna parte.

¿Cuál será la verdad en el caso de la madre huida por negarse a acatar la orden judicial de entregar sus hijos al padre condenado por maltrato? Es sencillo para una mujer representarse en el lugar en Juana, huyendo desesperada del maltrato, con los hijos a cuestas, lastre en la huida y única razón tangible para huir por sentirse incapaz de vivir sin ellos o de dejarlos vivir con la amenaza. Pero también se dibuja pronto la realidad sin salida de esa opción, condenada a un combate contra la justicia con fecha de caducidad más que probable.

He visto contumaces delincuentes mentir gimiendo ante un juez, negando sus atroces delitos… ¿podría estar Juana mintiendo desde mucho antes de las presentes lágrimas?

Pero debo imaginar también la posibilidad de una Juana malvada, que otrora hubiese llevado a la desesperación al marido condenado, con ese tipo de violencia silente que se percibe poco y se denuncia menos por la vergüenza de ser visto por otros como un calzonazos, y que en un momento dado, al estilo del Pierre Rivière que describe Michel Foucault, estallase más allá de lo lícito e iniciase el periplo del que ahora asistimos a la última escena. He visto contumaces delincuentes mentir gimiendo ante un juez, negando sus atroces delitos… ¿podría estar Juana mintiendo desde mucho antes de las presentes lágrimas?

 Mi corazón se inclina a creer en ella. No es la razón, ni la estadística, sí en cambio el tufo extraño que desprende un marido que ya da entrevistas, para explicar que en el fondo nada puede criticarle, que Juana es una buena madre, y de nuevo se abre en mí el recuerdo del delincuente que gimoteaba como si todo el mundo hubiese conspirado injustamente contra él, pero se lo aplico al padre, y a su condescendencia con la huida… "Vuelve, vuelve, que lo vamos a arreglar…"

Pero más allá de determinar quién sea la verdad, en esa historia el telón de fondo desespera aún más: en medio de ese caos, alguien miente, y es capaz de todo por salirse con la suya, con el consiguiente ejemplo de perversidad para sus hijos. Esos niños, de los que todo el mundo afirma que son lo más importante, pero que en los sucesivos parches legislativos o en su aplicación judicial se revelan crecientemente perjudicados, carne de consulta psiquiátrica, objeto de atenciones crecientes para comprar su amor, y testigos, como en este caso, de la mala querencia entre los que un día tal vez aseguraron que se amarían para siempre, o simplemente les demuestran que también se puede venir al mundo como fruto de un error, de un calentón o de ambas cosas mezcladas.

Los niños, que no tienen culpa, cargados con las que eventualmente puedan cargarles Juana o su padre, o los dos, también ellos sin culpa, todos ellos enfrentados a unas leyes (y a unos jueces) que se quedan pequeñas para solucionar tanta (tal vez postiza) complejidad. Y vale el cuento para Juana, pero donde pongo Juana, podemos también poner otros sucesos de la presente realidad.