Como la dickensiana historia de dos ciudades que relata dos acercamientos distintos al orden, la libertad y la ley en el tiempo de la Revolución Francesa, la Italia contemporánea se ha visto convulsionada por la historia de dos Giovanni, con su colofón en algo sucedido hace pocos días: un Giovanni era juez y está muerto; el otro era un miembro de la mafia y está vivo. El resumen de sus vidas ilustra lo que con magistral crudeza resume la frase que Pablo Escobar utilizaba para convencer al enésimo funcionario o cargo público de su país de la necesidad de optar, “o plata o plomo”. Colombia es desgraciadamente uno de esos sistemas donde el estado de derecho no existe o definitivamente se muestra ineficaz para proteger a los buenos de los malos, lo que sucede sobre todo cuando los primeros son héroes y los segundos viven de la inacción de los que no son malos, pero no quieren meterse en líos. Pero Italia, Italia sin duda es harina de otro costal. Europa entera, en el fondo, lo es, porque haber adoptado constituciones normativas no nos libra de ciertas incongruencias y fugas sistémicas, no nos libra del mal acogido en la indiferencia del derecho, la necesaria ceguera de la justicia.

Falcone había conseguido la condena de casi 500 mafiosos a 2.665 años de cárcel en el maxiproceso de Palermo, que se celebró desde 1986 hasta el 1992. Brusca era uno de los hombres de confianza de Toto Riina, en los años noventa capo de la mafia siciliana. Un día de mayo de 1996, utilizó casi 500 kilos de explosivos para hacer saltar por los aires una autopista con el único objetivo de llevarse por delante la vida del juez. En el atentado se produjeron lo que se suele llamar “efectos colaterales”, esos a los que aquí aludió ETA durante años con inconmensurable cinismo: murió la mujer de Falcone, la también magistrada Francesca Morvillo, así como el chófer y otros dos escoltas de un matrimonio que decidió no tener hijos, porque sabía que su destino estaba sellado desde que él construyó su hacer profesional sobre la persecución de la mafia siciliana, de Palermo como él, esa que con fascinación había descrito en su opúsculo “Cose di Cosa Nostra” y que consideraba la razón fundamental del “delito de incomparecencia” del Estado italiano durante décadas.

La liberación de Giovanni Brusca ha generado un intenso debate en Italia sobre la capacidad de la ley para integrar la justicia en sus concretas aplicaciones a través de las sentencias: el principio de congruencia, el principio de legalidad, la limitación temporal de las penas en un intento de hacer realidad su función rehabilitadora

Brusca pactó con la Fiscalía. Aunque sus crímenes son incontables, la ayuda que proporcionaron sus delaciones (colaboración con la justicia, visto desde la perspectiva de ésta) a la causa contra la mafia le propiciaron reducir su condena a 30 años, lo que, gracias a los beneficios por buena conducta, le ha puesto de nuevo en circulación tras un cuarto de siglo entre rejas. Su liberación ha generado un intenso debate en Italia sobre la capacidad de la ley para integrar la justicia en sus concretas aplicaciones a través de las sentencias: el principio de congruencia, el principio de legalidad, la limitación temporal de las penas en un intento de hacer realidad su función rehabilitadora, la imposibilidad de alargar una condena por el hecho de que el condenado no haya cambiado su intención… ¿qué ocurrirá ahora? Porque la mafia no ha desaparecido; al contrario, se cree que la criptomoneda como modelo de negocio no es otra cosa que la visión de algunos emprendedores sobre la necesidad de estos canales alternativos para vehicular el dinero que proviene del crimen organizado, y cuyo monto es equivalente al PIB de algún país del primer mundo.

La conclusión es que en la historia de los dos Giovanni a uno le han puesto una estatua y una autopista a su nombre, pero no creo que en las nuevas generaciones nadie lo recuerde. Para mí y para buena parte de mi generación, fue un héroe de manual, uno de esos ingobernables que siempre estuvieron a la altura, seres casi imposibles, capaces incluso de convivir sin asco con ratas supervivientes, persistentes y hoy, gracias a la ley que Falcone utilizó como única arma, campando a sus anchas por mi adorada Italia. De esa memoria, ¿cuándo hablaremos?