En el extrañísimo caso de Sandro Rosell y su prisión preventiva se ha colado de rondón un subtema que permite reflexionar sobre la farisea relación entre el Derecho y la vida humana.

Resulta que a lo mejor se produjo un tráfico ilegal de hígado humano en beneficio de Eric Abidal. O no. El caso concreto importa mucho menos que comprobar cómo se enfrenta el ordenamiento de cada país al hecho cierto de que las personas hacen cuanto está en su mano para sobrevivir (en su mano, y en su naturaleza, porque si no, ¿qué sentido tendría todo el movimiento eutanásico, que pretende endilgar a un tercero la responsabilidad de acabar con quien no se siente a gusto en este mundo y no puede o no se atreve a suicidarse?).

Trasplantar hígados no es ilegal. ¡Ojalá mi padre hubiese llegado a tiempo para que los protocolos y su deterioro no lo expulsaran de la lista de espera! Lo que es ilegal, se dice, es pagar por ello. Sin embargo, es evidente que el dinero puede comprar mil cosas equiparables a un órgano, que facilitan la vida e incluso la alargan. Como tendencia, la esperanza de vida (que no su felicidad, que quede claro) es inversamente proporcional al poder adquisitivo. Pero a esa obviedad se añaden muchas otras circunstancias en las que la vida acaba teniendo un precio tasable; una de ellas son los trasplantes, pero no es la primera ni la única: ¿o es que no se tiene más o menos rápidamente acceso a un diagnóstico médico cuando se paga una buena prima de seguro? ¿O es que no se evita el “síndrome de la clase turista cuando se viaja cómodamente en primera? ¿O es que no nos han dicho mil veces que lo ecológico es más saludable, aunque una de sus manzanas cueste cuatro veces más que la del supermercado y se haya descubierto la mega trola que hay detrás de ese negocio?

Se comercia con la vida, porque creemos que nuestros deseos son derechos

¿Por qué no se puede pagar por un hígado, si se puede ir a Estados Unidos a comprarle el hijo a una recién parida y, dentro de nada, entre reunión y reunión con Torra, también aquí van a legalizar ese mercado de retoños amparado en el supuesto derecho a ser madre, padre o tertium genus y en la sanísima voluntad de evitar el viaje costoso a los adquirentes? El ser humano está tan en el comercio de las cosas como lo fue durante la larga noche de la esclavitud. Lo único que varía entre la consideración de un esclavo y los hijos de Miguel Bosé (pongan aquí cualquier nombre, no es nada personal contra el genial cantante) son las bonitas fotos de éstos frente a esa historia que nos contó la América abolicionista para distinguir un trabajador de las plantaciones del obrero sin vida propia que protagonizó la primera industrialización. Pero unos y otros son comprables, como lo fueron los niños robados sobre cuyas espaldas arrastramos una ignominia desde el franquismo hasta los años noventa.

Se comercia con la vida, porque creemos que nuestros deseos son derechos. Ahora que será cada vez más fácil que combinemos la carne humana con los nuevos materiales, sustituyendo todo aquello que se nos vaya deteriorando; ahora que nos queda nada para permitir del todo la manipulación genética para evitar la enfermedad, la muerte se irá alargando en el tiempo, y perderá sentido este debate absurdo sobre un hígado ilegal. Pero seguirá siendo relevante, si se confirma el resto de lo que ha salido en la prensa, eso que no tiene relación alguna con el dinero, porque no se puede comprar: qué nivel de gratitud somos capaces de albergar.