El feminismo está de moda: se alzan las mujeres (también las operadas para vencer al tiempo, y las sexualmente expuestas por seguir modas imposibles o poco edificantes, y las vendidas por un papel o por la fama después de haber subido a ese precio la escalera, y las que han aceptado ser degradadas a la consideración de ornamento o puestas a golpe de cuota en los consejos de administración) para decir que ya basta, que se hartaron de ser como fueron y que a partir de ahora no piensan depilarse. Me parece bien el detalle, algunas dejamos el teñido capilar encubridor hace ya tiempo, aunque jamás nos proclamamos feministas. Y tampoco lo diremos ahora, aunque parezca exigirlo Chimamanda. Competimos con éxito en las universidades y estuvimos en las organizaciones en puestos de responsabilidad, a veces oyendo ofertas tentadoras cuyo precio conocíamos, y en otros casos soportando la desconsideración de quien cree que las mujeres son inferiores mentalmente. Pero no por eso nos llamamos feministas. Sencillamente, hablamos de justicia, creemos que el mundo también es competencia y que cada sexo, como cada persona, tiene sus propias armas y que el futuro, donde la fuerza física cada vez contará menos y las guerras las harán máquinas controladas desde un ordenador, la igualdad de oportunidades llegará por sí misma y los sexos (del género humano) serán irrelevantes en el acceso al poder.

Seguramente para entonces, fruto de esa igualación social desde lo natural, habremos perdido muchas cosas que son únicamente femeninas. Algunas antropólogas afirman que dejaremos de parir, que generaciones futuras hablarán con repugnancia del hecho de haber albergado las mujeres un feto en sus entrañas, y así ya no habrá paradojas como las de la misma hembra extasiada con la vida que alimenta en su vientre y decidiendo que, si ella pare, ella decide si se quita el coágulo de sangre que materialmente es esa vida; decidiendo la vida o la muerte con la soberbia de quien se cree Dios. Curiosidades antropológicas del supuesto derecho a ser madre.

¿Feminismo como reacción dolida o como causa universal de la justicia? 

Está de moda ser feminista, y esa moda ha acompañado el vestido y las flores en la entronización de Meghan Markle como princesa del pueblo de Inglaterra; recuperamos (reinventamos) su proclama preadolescente frente a la poderosa Procter & Gamble y magnificamos su autonomía deambulatoria por el pasillo de la catedral donde se celebra la boda hasta que se encuentra con el padre de Harry (otrora un bala, quizás machista, quizás misógino, ahora se nos ha borrado de la memoria la borrachera y la ristra de modelos cortadas por el patrón de Barbie, tan feminista ella también, que fueron novias suyas) y, de hombre a hombre, se entrega la chica a su destino: Cenicienta que cumple el cuento de hadas (yo no tengo nada contra éstos, pues hay mil claves en las que leerlos) sí lo es, pero no sé yo si puede considerarse a la flamante condesa de Sussex símbolo de la igualdad de sexos, ni de la igualdad de clases, ni de la igualdad de nada.

No sé tampoco si el proto-feminismo, el de las que se desgañitaron por causas de justicia y pusieron en peligro su integridad por derechos que no habrían debido ser objeto de debate estarán contentas con la moda y alegrándose de las adhesiones, o por el contrario, si lamentarán el arribismo y la hipocresía de tanto discurso de salón, de tanta pose indignada sobre alfombras rojas, de quienes hacen ver que son lo que no son. Pero lo que sí intuyo es que la inclusión de una revolución en el discurso, aceptado aquél, pierde toda su fuerza transformadora. ¿Qué hizo, si no, la burguesía que mutó del franquismo a la socialdemocracia, transición mediante, cuando elevó a los altares al Pablo Picasso del Guernica y lo metió en los museos?

Cuando en la política norteamericana la mujer se enfrentó al (poco) negro Obama, perdió, y perdió de nuevo enfrentada al outsider aunque millonario Trump, pero quizás no perdió por ser mujer, y sí por ser la mujer que aguantó un marido que valía menos que ella para no verse privada de todo lo que el estatus presidencial significaba. Quizás desde ese punto de vista poco se diferenciaba la mujer candidata de la tercera mujer-objeto ornamental del otro candidato. Porque ser mujer encierra mil valores, pero el valor, aunque decline en masculino, no es macho ni hembra. ¿Feminismo como reacción dolida o como causa universal de la justicia? Cuando antes enfrentemos la verdad, antes alcanzaremos la paz. No somos iguales más que en valor; por lo demás, somos gloriosamente distintos, complementariamente capaces de lo mejor, y la única aspiración que no generará un enfrentamiento pasa por seguir reivindicando el esfuerzo, el mérito, la capacidad y la excelencia. Dos en masculino, dos en femenino; todas en humanidad. Por cierto, esta última palabra, femenino singular.