Los días que llego a la universidad a primera hora de la mañana coincido con una serie de autobuses que dejan en escuelas especiales a especiales niños, aquellas hoy en peligro de que el Estado las borre del mapa. Niños cuya mirada se extravía en el espacio, de sonrisa incierta y gestos convulsos y desmadejados. En su mayoría me parecen felices, de una felicidad mayor que la que se arrellana ante el televisor intentando no recordar todas las deudas pendientes, las económicas y las otras. Pero, en el fondo, no sé si la felicidad sonríe.

Cuando ya no los veo y estoy entrando en el parking, vueltas y vueltas hacia abajo en ese lujo de no tener que pensar dónde aparcar o si el coche se lo llevará una “bienintencionada” grúa, pienso en sus familias y en el modo en que habrán asumido su existencia, su esencia y el hueco que dejarían ahora si desaparecieran. Pienso también en cómo mayoritariamente estos niños especiales de especiales escuelas han forjado héroes familiares en cuantos han sido capaces de mirar más allá de si en casa había o no un crack de los negocios, un artista en ciernes o simplemente una criatura muy simpática, siempre bien envuelta de amistades. Y de pronto me doy cuenta de que cada vez son menos, que estos niños especiales lo son cada vez más, que escasean porque nuestra particular forma de eugenesia nos permite evitar, antes de que llegue, el dolor de tener que pensar qué será de ellos cuando quienes los quieren incondicionalmente falten.

El Estado nos hace cada vez más vulnerables ante la adversidad, más débiles ante el sufrimiento, en torno a la aseveración convertida en mantra de que tenemos derecho a no padecer dolor o contratiempo

Aún no ha llegado el momento en que, como en la Esparta de la roca Tarpeya, lancemos al vacío a los deformes, los locos, los tontos y, si me apuran, los sordos o los ciegos. Pero tal vez ese camino también se andará, a pesar de que el estado del bienestar se empeña en decirnos que caminamos en el sentido contrario y que se hace cada vez más inclusivo. Si en un tiempo hemos acusado de insolidaridad a quien no llevaba bien puesta su mascarilla, ¿qué no se dirá de quien engorda, fuma o bebe? Ésa es la razón de fondo que alienta en la eutanasia: no molestar al prójimo con nuestra vida claudicante y doliente. Incluso ya hay quien cree que es egoísmo extremo tener descendencia, sin recordar que el mundo envejecido que nos contempla va arrasando así cualquier forma de esperanza.

Ya lo hemos vivido, la siguiente ola es el nihilismo. Después llegan, al fin, los salvapatrias y así se puede ya preparar el camino para, derrocando al tirano, recuperar la luz. Para preparar ese duro tránsito el Estado nos hace cada vez más vulnerables ante la adversidad, más débiles ante el sufrimiento, en torno a la aseveración convertida en mantra, poblando todas las bocas del mundo sanitario, de que tenemos derecho a no padecer dolor o contratiempo. Pues bien, nada más lejos de lo real y ningún camino más directo a hacer más honda, grave y dura la caída.