En el momento en que se produjo la revolución industrial los agoreros afirmaron que la ocupabilidad de la población trabajadora decrecería de manera tan acusada que podría suponer el colapso de la economía por la imposibilidad de que fueran sufragados los servicios sociales (entonces muy precarios) con los impuestos (también escasos a la sazón) que pudieran cobrarse a las personas (muchas menos que ahora) que entonces trabajaban.

Sin embargo, el catastrofismo de las predicciones no se tradujo en tragedia real, y en cambio nuevas ocupaciones, distintas de las antiguas y más eficientes, vinieron a sustituir trabajos artesanales de la agricultura y la ganadería o a complementar el trabajo humano con el de las máquinas, que poco a poco traducían en cosas el ingenio humano.

En el momento presente y por razón de la evolución exponencial de las nuevas tecnologías, se vuelve a producir una cierta zozobra en el mundo económico y múltiples reflexiones en el plano intelectual sobre las posibilidades de la mano de obra sin formación cualificada frente a la eventualidad de ser sustituida por las máquinas y, por tanto, de convertirse en un problema para la cohesión social, por el hecho de que las personas desocupadas y carentes de rentas alternativas vean imposibilitado su acceso a cualquier tipo de bien o servicio; lo que acarrea otra consecuencia nefasta para el modelo económico del presente: la insuficiencia de un consumo que reclame nueva producción por parte de las empresas, que fijan en ella su objetivo de supervivencia.

Por supuesto, los optimistas siempre ven el vaso medio lleno y en esta ocasión se agarran para serlo a esas nuevas profesiones que hoy ni siquiera podemos nombrar, que dicen serán en medio siglo el ochenta por ciento del mercado de trabajo y para las cuales la oferta formativa es, dicho de forma caritativa, entre obsoleta e insuficiente. Pero lo cierto es que el paro no ha dejado de crecer desde que las máquinas se aunaron al crecimiento de las poblaciones. Antes de que aparecieran, el término no tenía sentido, y a partir de entonces se habla incluso de un paro indefectible, el “paro estructural”, mayor o menor según los países, pero todos acostumbrados a un nivel mínimo que parece insoslayable.

Somos cada vez más personas para cada vez menos puestos de trabajo, en pocas palabras. Cuando incluso se habla de robots que hagan terapia sobre desanimados, desesperados o ansiosos, ¿qué no pasará con todos aquellos cuyas tareas sean más fácilmente resueltas en un algoritmo? No ya solo transportistas o pilotos, sino también fisioterapeutas, cirujanos, notarios o arquitectos, registradores o jueces, árbitros deportivos o productores de cine. ¿Será verdad que poniendo un nombre en inglés a supuestas nuevas profesiones evitaremos el holograma que haga las clases mejor que el mejor maestro? Quiero pensar que sí, pero lo que yo quiera no importa. Y así ya no es discusión de izquierda y derecha la necesidad de repensar la relación entre trabajo e ingresos. El dinero (o los sustitutivos a inventar) debe estar en manos de la gente para comprar lo que se produce. Si el modelo económico no cambia, esa ecuación, ya avanzada por diversos gurús de este ámbito, es ineludible. Probablemente el modelo debería cambiar (cuando menos, su parte especulativa, esa cuyo retorno social tiende a cero), pero mientras no lo haga, mientras llegan desde la ciencia ficción a la vida práctica las ideas revolucionarias que aúnen inteligencia artificial, mejora genética y transhumanismo, sometidos los tres factores a control ético, no queda otra que pensar en el reparto de una parte de la riqueza entre los estratos sociales irreciclables y el uso de las mejores cabezas en la óptima gestión de un creciente tiempo de ocio.

Porque el paro no dejará de crecer. Y curiosamente solo las personas más afortunadas (rentistas ociosos y, en el mejor de los casos, filósofos del nuevo mundo) y las carentes de formación (parados crónicos) se alejarán del mercado de trabajo. Esa brecha, junto con la digital, distinguirá las nuevas clases sociales. Ojalá sea solo la virtud la que coloque a cada cual en uno u otro lugar de la comunidad. Y ojalá la diferencia no perjudique la común dignidad humana.