Las dos partes (y sus votantes) en esta contienda que amenaza con despeñar el prestigio de Catalunya y de toda España han decidido poner en jaque las instituciones, conduciéndolas a ese lugar en el que el marco jurídico no las puede enderezar. Hubo un tiempo en que cada una de ellas pensaba que era la otra la que había empezado, pero ahora ya da igual. Cuando una parte entiende que la incompetencia o mala fe de la otra la legitima a hacer lo mismo, el velo de la justicia del que hablaba Rawls parafraseando a Kant para los tiempos modernos, se rasga de forma tal que la componenda se hace imposible. Se preguntaba Rawls: ¿quién querría un día ir a dormir a riesgo de despertarse sojuzgado por sus propias reglas de juego, esas con las que se ha encarado al adversario? ¿Alguien aguantaría en el contrario acciones para las que dice estar legitimado, sea cual sea el mantra (democracia, razón de estado…) en el que se cobije?

El día (porque hubo un primer día) en que el Parlament de Catalunya, como ha dejado explicitado en reiteradas ocasiones bajo el foco testimonial de las actas parlamentarias, decidió que la voluntad de un electorado sectorial (véase Catalunya) podía imponerse en cualquier tema sobre la del conjunto (véase, España) construyó un atractivo sofisma en razón del que la democracia lo puede todo. Inmediatamente (o incluso con acciones previas a las de aquellos) el Estado arguyó que su libertad, cualquier derecho civil que reclamara solo podía existir en el marco de un pacto constitucional, a lo que el otro respondió que los marcos no son eternos y que el referido ya le quedaba estrecho, ya fuera porque habían crecido sus demandas, ya fuera porque el marco se había ido encogiendo a gusto y voluntad del vigilante (véase TC). Al final, en su favor hay que decir que en el presente de los países democráticos, no se puede imponer ad infinitum una estructura institucional a una población (se llame nación o grupo, aunque si se llama solo grupo enseguida aparece Tabarnia...) que no la quiera.

¿Qué sujeto tiene capacidad para decidir? Negar la inclusión de Catalunya (y no de Tabarnia) entre las “nacionalidades” a las que se refiere el art. 2 de la Constitución denotaría una extrema mala fe. Dejando al margen la discusión sobre lo que puede decidir, Catalunya es reconocida como singularidad política en el marco constitucional. Ése es el eje sobre el que se asienta el catalanismo político, que no ha muerto, aunque a las susodichas partes en contienda les interese muchísimo afirmar que sí. Dicho eso, si las mayorías hubiesen sido contundentes, no habría habido nada que añadir a la voluntad del grupo de marchar, a pesar de la violación que ello supondría del pacto constitucional. Se trataría de un poder constituyente en marcha y, como hecho fáctico, al final impondría su realidad y su propio derecho.

Desde la barricada se llama equidistancia a la empatía, la capacidad de distinguir el infinito juego de grises de los aciertos y errores de la vida humana, y al reconocimiento de nuestros pecados capitales, que no son patrimonio de un grupo, una tribu o una nación

Pero en la evidencia de que la mayoría independentista es solo parlamentaria, la situación es harto distinta. El Estado tiene mucho que defender en Catalunya y su razón (la razón de Estado) va tan por encima del marco constitucional como lo han ido las aventuras de los partidos que forzaron la Constitución, el Estatut y el Reglamento del Parlament para conseguir su sueño de desconectar. Y de ese modo desde el Gobierno (azuzado por un partido distinto del PP, pero también por algunos de los suyos que un día tuvieron poder y quieren seguir teniéndolo) primero forzó la Fiscalía, luego se apoyó en la Audiencia Nacional, más tarde encontró en el Tribunal Supremo un magistrado que nos ha sorprendido con resoluciones judiciales trufadas de argumentario político. En el final del esperpento, se recurrió lo irrecurrible y el TC respondió lo que no podía responder. ¿Quién vigila ahora al vigilante, como diría Kelsen? ¿Y cómo criticamos ahora que el presidente del Parlament diga que no suspende, pero que aplaza, generando un limbo en el que podríamos estar una vida entera, sabiendo ya, como sabemos, que al pueblo llano le llega poco el efecto del aún vigente artículo 155?

Se retroalimentan. Y ahora que algunos dirigentes en ERC (¡y del PDeCAT!) creen que ha llegado el momento de frenar un poco, siquiera sea para coger carrerilla; y cuando parece que en el PP algunos piensan que sería mejor que al menos por ahora tuviesen ese respiro (remandar el problema a la generación siguiente, ¡qué alivio!), hay quienes, en uno y otro lado, no tienen nada que perder y no piensan dejar de roer el hueso hasta el tuétano. Eso sin contar con que en sus bases hay gente harta: harta de tacticismo, de manifestaciones, de sonrisas y camisetas que no consuman nada.

Pero también hay otra gente cansada de esta dinámica, harta de ver el mundo en términos de buenos y malos, de todo o nada, de blanco o negro. Desde la barricada se llama equidistancia a la empatía, la capacidad de distinguir el infinito juego de grises de los aciertos y errores de la vida humana, y al reconocimiento de nuestros pecados capitales, que no son patrimonio de un grupo, una tribu o una nación. Creo que todo lo vivido nos sirve para concluir que se puede hacer mejor, que se pueden gestionar mejor las emociones y las cosas. El espacio es ínfimo, la brecha aún imperceptible, pero el tiempo en que el catalanismo político resulte de nuevo decisivo ha de llegar. Su visión es la de ejercer las responsabilidades con lealtad institucional, es decir, sin llevar las costuras del Estado allí donde no sirven a la gente. Su misión, usando palabras del nuevo president del Parlament que duraron en sus labios el tiempo que media entre su primera y su segunda declaración, es coser una nueva realidad: de unidad desde la libertad y de prosperidad desde el esfuerzo y el mérito. De vuelta a un lugar al que el derecho nos pueda alcanzar.