El debate sobre la politización del poder judicial se ha recrudecido a raíz del bloqueo que se mantiene hasta hoy en la elección de los vocales de su Consejo General, que no han sido aún renovados por la falta de consenso entre las fuerzas parlamentarias que han de decidir.

El sistema político que emana de la Constitución española tiene como protagonista el órgano legislativo, pero precisamente por su carácter y por la pluralidad ideológica que alberga, se exigen grandes mayorías para determinar qué personas han de ejercer sus tareas en los órganos de relevancia constitucional. El Consejo General del Poder Judicial es uno de ellos, con capacidad para decidir cuestiones tan relevantes como las personas que deben acceder a los más altos niveles de la organización judicial o la disciplina que deba aplicarse a quienes incumplan sus deberes en el cargo. Probablemente de ahí la falta de consenso, pero también la necesidad de pensar en alternativas que, sin modificar la Constitución (cuestión para la que sin duda no es éste el momento más propicio), y actuando sobre la ley orgánica del poder judicial, se pueda desbloquear la situación.

La solución que propongo a continuación está apoyada en las opiniones de colegas del mundo judicial que me merecen el mayor crédito y, a riesgo de generar polémica (o justamente por eso, ya que demasiados intereses gravitan sobre el statu quo judicial) se me antoja la menos mala. Vaya por delante que un buen acompañamiento del sistema que propongo sería la eliminación de las oposiciones tal y como las conocemos ahora, a menudo generadoras de engendros parlantes cuyo mayor mérito es el veloz ejercicio de memoria (una memoria que hoy defiende mejor una tableta cargada con una base de datos) sin la práctica del criterio y con evidente ausencia de la experiencia, ambos, criterio y experiencia, herramientas imprescindibles para acercar el poder judicial como servicio público a la ciudadanía.

Supongo que coincidiremos en afirmar que la tarea más importante que tiene encomendada un juez es dictar sentencias en la aplicación de la ley. Por tanto, cualquiera de los jueces que tenemos en el escalafón podría formar parte del Consejo, y desde el punto de vista formal así es, pero ¿cómo asegurar que la formalidad se convierta en realidad práctica? Si constituimos el Consejo por sorteo. Antes de que la opinión vulgar se me tire encima y los juristas interesados en seguir con el sistema actual se hagan eco de ello, diré que la aleatoriedad se utiliza ya dentro de la actividad judicial en numerosas ocasiones, por ejemplo, para constituir tribunales específicos, o para repartir asuntos entre las dos salas del Tribunal Constitucional, o en el reparto de las causas dentro de los juzgados que conforman un partido judicial. Se entiende que la aleatoriedad garantiza la ceguera que debe acompañar a la justicia, y por tanto, si se puede para un tribunal, ¿por qué no también para el Consejo?

Que se elijan los vocales entre jueces, pero no por los jueces y tampoco por los parlamentarios, aquellos tan esclavizados como estos por las cuotas y las afinidades 

Un sorteo dentro del escalafón es un sorteo entre jueces. ¿Es que alguien afirmaría que es más idóneo un juez que otro por el hecho de que le avalen o no las asociaciones de jueces, constituidas a imagen y semejanza de los partidos, aunque no lo puedan decir abiertamente? ¿O es que vamos a aceptar que las pruebas de acceso a la judicatura no aseguran que se incorpora al cuerpo solo quien lo merece? Un sorteo dentro del escalafón permitiría garantizar que quienes accedan a las vocalías del Consejo nada deban a quienes les han elegido. No serían tributarios de ningún partido y, como afirma Rawls en su teoría de la justicia (Kant puesto al día), todo el mundo actuaría en razón de su conciencia, sabiendo que no puede repetir en el cargo y que puede verse, él también, sometido a la disciplina y decisiones de sus compañeros en cualquier otra ocasión.

A este sistema de elección, libre, aleatorio, equilibrado, habría que añadirle algunos filtros para evitar que la tendencia efebocrática de nuestra época permita la incorporación a una institución de la relevancia del Consejo a individuos que todavía no hayan demostrado su capacidad profesional. En suma, que no ocurra como en la actividad política. Así, un mínimo de edad, un expediente limpio y un cierto número de años de ejercicio de la judicatura deberían ser tenidos en cuenta para formar parte del grupo sobre el que practicar el sorteo. De la misma manera, ese Consejo debería tener limitada la posibilidad de elevar a las alturas del Tribunal Supremo a magistrados que no hubieran cumplido una edad suficiente como para entenderlos más allá de las servidumbres de la política y de los grupos de presión que rodean a ésta. Los 60 años podrían ser un buen momento en la vida de un jurista para culminar la pirámide, recuperándose así concepciones senatoriales de la alta judicatura.

Las propuestas de despolitización que han hecho algunos partidos son, desde esta perspectiva, pura fachada. Nada que no sea alejar los doce vocales jueces (los otros ocho juristas seguirían por mandato constitucional en manos del Congreso y del Senado) de las garras directas o indirectas de los partidos políticos servirá para otra cosa que no sea enfurecer a las cuotas políticas preteridas, o para seguir haciendo gravitar el poder legislativo sobre el judicial. Que se elijan esos vocales entre jueces, pero no por los jueces y tampoco por los parlamentarios, aquellos tan esclavizados como estos por las cuotas y las afinidades, y peligrosos como el que más si se les deja solos. Así, quizás, pueda volver a brillar Montesquieu muchos años después de que un parlamentario lo diera por enterrado.