Empieza a chispear. Subo por la calle estrecha con el paraguas ya abierto y se me acerca una chica de 17 años. La tapo con mi paraguas y caminamos juntas un rato. Ella no lleva paraguas, es feliz con su adolescencia y hala. Me viene a la cabeza la canción de Els Pets: "Està plovent però em vull mullar!". Ella no había ni nacido cuando yo la bailaba. Mientras subimos por la calle de peatones, bien pegadas para caber bajo el mismo paraguas, me interroga: ¿Conoces a una autora que se llama Zoraida Burgos? Se me iluminan los ojos y le digo que y tanto, que somos amigas, que he musicado obra de ela y le pido el motivo de la pregunta. Quiero hacer el trabajo de investigación de bachillerato sobre ella, me responde convencida. Papá tiene un libro de ella en casa, de tapas duras azules, y el otro día hojeándolo me gustó mucho y he decidido que mi trabajo será sobre su obra. Y así, de golpe y sin pausa, como la lluvia que cae, me suelta que quiere hacerle una entrevista, que le gustaría conocerla en persona, que la encuentra una gran escritora, que como guinda del trabajo quiere escoger un poema suyo y musicarlo y —¡ojo que va!— que querría que yo la aconsejara y la ayudara en todo este proceso.

Ahora soy yo la que se quiere mojar y, así como quien no quiere la cosa, he retrocedido 25 años hasta el instante en que tenía la misma edad que ella ahora lleva con rebeldía y no sé cuántos agujeros en la oreja. Y, si Sabina cantaba lo de "¿Quién me ha robado el mes de abril?", ahora podríamos preguntar-nos quién nos ha robado el otoño, pues del calor hemos pasado al frío como quien cruza la calle. De los 26 a los 12 grados en un soplo. De los 17 a los 42 años en un abrir y cerrar de ojos. Pin pan. Sin tiempo siquiera de hacer el cambio de ropa del armario. Nada de rebequita. De los tirantes al forro polar. Y ahora esta niña me lo evidencia como si fuera una mujer del tiempo, el meteorológico y el vital, mientras el cielo sigue lloviendo ajeno a quien moja.

Ahora podríamos preguntarnos quién nos ha robado el otoño, pues del calor hemos pasado al frío como quien cruza la calle

La chica, que se llama Júlia, se queda en una tienda, que era su destino inicial cuando nos hemos encontrado en la calle. Nos despedimos y yo continúo mi camino sabiendo perfectamente cuál será la próxima parada, que antes de abrir el paraguas no estaba prevista. Entro en la librería y busco un libro de tapas duras azules. Convivència d'aigües, dice el título en letras blancas. Obra poètica, pone debajo. En la parte inferior derecha sobresale el dibujo de un uñero, también con trazo blanco. Pido que me lo envuelven para regalo y mientras continúa cayendo el diluvio universal vuelvo a la tienda de antes. He pensado, le digo a la chica adolescente, que si tienes que hacer un trabajo necesitas tu propio libro, no el de tu padre, para que lo puedas subrayar, hacer un doblez en la esquina de la página, tomar apuntes y llevártelo allí donde quieras; la libertad a veces cabe en una mochila y no hace falta un Arca de Noé, por mucho que llueva.

Lo que todavía no os he explicado es que en la librería en cuestión, La Viladrich, mientras removía entre las repisas, vi unas gafas y una mujer menuda y discreta de ochenta años pasados, de pelo corto y grisáceo. Mientras pensaba que tendría que llamar por teléfono a Zoraida para contarle que mi sobrina Júlia seguía mis pasos —sin que yo hubiera tenido nada que ver, al menos de forma explícita y directa— y que quería entrevistarla y musicar un poema suyo, va y me la encuentro en la misma librería en un día de truenos. Ella dice que solamente escribe, que no encuentra moldes para trazar la belleza de un instante y ahora resulta que la belleza, al menos un trocito, acabamos de encontrarla, como quien caza libélulas de la tapa de su última obra, justo en medio de un refugio de libros.

Del mismo modo que Gabriel García Márquez decía lo de no dejes nunca de reír, ni siquiera cuando estés triste, porque no sabes quién se puede enamorar de tu sonrisa, tampoco hemos de dejar de leer nunca ni de cantar, porque a menudo la mejor manera, sino la única, de enseñar es el ejemplo y no sabemos nunca quién nos estará observando. El ejemplo de los libros en casa, del placer de la lectura, de escuchar música, de dar libertad mientras se ejerce. Que después los otoños se acortan y sin darnos cuenta retornamos, en palabras de la poetisa tortosina, "a l’origen deshabitat, a la casa del riu", porque sí "és circular lo temps del propi enyor" y acabamos girando en círculos para volver a vivir olores y amistades y épocas. "I era l’aigua i era el somiar i el món immens. Tot era possible i obert". Posible y abierto...