No ha habido generación, época o cultura que no se creyera en posesión de una verdad absoluta que después el paso del tiempo y los posteriores descubrimientos terminasen por desbancar, modificar o simplemente desmentir. Los babilonios y los egipcios, con su intrínseca sabiduría, creían sin embargo que la Tierra era plana hasta que Pitágoras y Aristóteles empezaron a hablar de esferas. El heliocentrismo de Copérnico primero y de Galileo después demostró, a mediados del siglo XVI, que nosotros, el planeta azul, no éramos el centro inmóvil del Universo; lo que le costó al físico y filósofo italiano la excomunión de la Iglesia católica que apostaba por el geocentrismo, una teoría creada por el mismo Aristóteles y que se venía considerando cierta desde el siglo IV antes de Cristo. Tampoco Newton podía imaginarse que su revolucionaria ley de la gravitación universal, enunciada en 1687, sería reformulada casi completamente más de 200 años después por un joven Einstein que, en 1906, publicaría la teoría de la relatividad.

Nada en este mundo se mantiene completamente inmutable, pero se nos educa en lo contrario: pareja estable, un trabajo para toda la vida, los amigos para siempre, un solo dios o la unidad de la patria. Por no hablar de cómo son tratadas en nuestra cultura la muerte y la soledad: se obvia a una y se desprecia a la otra, cuando la primera es la única certidumbre —esta sí — que tenemos al nacer y la segunda es la única acompañante fiel que tendremos a lo largo de nuestra efímera existencia y que nos permitirá conocernos mejor a nosotras mismas.

Resulta que a los dieciocho años tienes que escoger una carrera y dar por hecho que durante toda tu vida profesional harás siempre eso mismo. Si encuentras a un chico o una chica, sales unos cuantos años, después boda —que es el amor de tu vida— hijos, y así hasta que la muerte os separe. Incluso para las supuestas realidades inamovibles está la expresión de Eso va a misa, para designar lo que no admite discusión (y dicho en terminología católica, no en balde es la religión menos inclinada históricamente a aceptar la evolución y los cambios). A ver, ahora tampoco hace falta que nos eduquen en la pérdida y el cambio constantes y nos tengan como peonzas; bastaría con que se nos permitiera ser críticos y no tener que creer a pies juntillas todo lo que es considerado fijo, único e incuestionable.

Decía Rilke en una de sus cartas enviadas al joven poeta que del mismo modo que los humanos nos habíamos engañado con respecto al movimiento del Sol (es la Tierra la que gira, no el astro rey), también nos equivocamos constantemente con respecto al movimiento del futuro: "El futuro permanece firme —dice—; nosotros, sin embargo, nos movemos en el espacio infinito". Bien podría ser que este futuro firme fuera una Catalunya independiente y que los que la deseamos y luchamos por ella estuviéramos moviéndonos alrededor de ella por el espacio. ¿Por qué no construir un nuevo país? ¿Qué verdad absoluta anacrónica dice que eso no es posible? ¿Qué constitución es perfecta y eterna? Ahora que tanto se habla de recoser, resulta que lo que queremos también es deshacer costuras, el vestido se nos ha quedado pequeño. Que no nos digan que Ítaca no existe. Tampoco hasta 1492 sabíamos de la existencia de América —las Indias occidentales, la llamaron—, del mismo modo que no fue hasta principios de 1800 que se descubrió la Antártida y ahora todo el mundo asume con total normalidad que existen cinco continentes, como si siempre hubiera sido así. A lo largo de los siglos hemos ido dando por buenos descubrimientos o sentencias y el mapa del mundo, el físico y el político, nos ha demostrado que los libros de geografía también caducan. Y el mundo no se acaba, sino al contrario. Empieza una nueva visión.

Decía Arthur Eddington, astrofísico británico muerto a mediados del siglo XX, que "Einstein ha sido llamado a proseguir la revolución iniciada por Copérnico: liberar nuestra concepción de la naturaleza del ceñidor terrestre injertado en ella por las limitaciones de nuestra experiencia, intrínsecamente ligada a la Tierra". La experiencia nos ayuda a crecer, pero aferrarnos a ella como a un hierro candente nos puede hacer perder la óptica. Para sentirnos completamente vivos y firmes y tener una visión más exacta de nuestro entorno político y social tenemos que adquirir y desarrollar el sentido de la perspectiva. La mayoría de los cambios culturales importantes han sido mejor entendidos a posteriori que en la época en que se formularon o descubrieron. Cuántas veces no hemos oído lo de "era una adelantada a su tiempo, fue un incomprendido". Si de arte hablamos, el mismo Vincent van Gogh no vendió ningún cuadro en vida y ahora hay colas en el Museo de Orsay de París para ver su trazo postimpresionista. Probablemente alcanzaremos la serenidad personal y el ritmo de andadura colectiva adecuados cuando seamos capaces de tener a día de hoy la perspectiva que nos vendrá dada más adelante, ni que sea por decantación o por ósmosis. Los que se dan menos cuenta de un cambio son aquellos que lo viven; más aún si son sus causantes. Seamos, por lo tanto, autocríticos y exigentes, pero también condescendientes con nosotros mismos.

Como la Tierra, el proceso independentista gira en movimientos de rotación —sobre sí mismo, entre las fuerzas republicanas y sus matices— y de translación —en torno al Estado español, primero, y a la esfera europea e internacional, después—. Tenemos que usar más el telescopio que el microscopio. La coherencia tiene que poder ser coetánea sin que se la tilde de incongruente. Cambiar de opinión no es un retroceso si se mantienen raíces fuertes. Es evolucionar, transformarse, aceptar. La coherencia no es patrimonio de nadie. Las verdades absolutas no son perennes. Intentar formar gobierno no es vasallaje, como tampoco se consideró que lo fuera presentarse a unas elecciones impuestas. América ya existía antes de que el mundo occidental la descubriera. Copérnico y Einstein son compatibles.