Todos tenemos un pozo de niñez donde guardamos recuerdos medio flotando en un palmo de agua.

Alcarràs se pasa todo el rato pescando. La película lanza hasta el fondo la cuerda de cáñamo enganchada a la polea y hace caer el cubo —xooooofff— a la pizca de charco que todavía queda, ablandando vivencias que pensábamos olvidadas o rechinando de nuevo y avivando aquellas que siempre hemos tenido presentes. A medida que el filme avanza vas haciendo tragos de aquella agua fresca y te viene un regusto metálico en la boca, como de nostalgia, de pena, de terrón, de ternura. Un poco de todo dentro de aquel vaso que nos hace tener siempre sed, por mucho que bebamos.

Sed de una época en la cual todavía se podía confiar en la palabra dada —tenía más valor que un papel firmado—, una época de pan con nueces para merendar —o pan con vino y azúcar— y de olor a higuera, tomatera y tierra mojada. Un tiempo de comidas en familia bajo la sombra del parral. De porrón y sombrero de paja. De bicicletas y baños en la balsa de regar —siempre dos horas eternas después de haber comido para evitar cualquier corte de digestión. Un tiempo de comerte la sandía metiendo toda la cara dentro y salir con los morros rojizos y fresquitos, chorreando verano barbilla abajo.

No sabría deciros de qué fuentes ha bebido la directora, Carla Simón, ni en qué se parece la obra, ni qué referentes cinematográficos tiene. No entiendo lo suficiente como para hacer un análisis. Solo puedo deciros que es una película que conmueve, que transcurre a fuego lento, como las recetas que la yaya explica a las amigas, preparadas todas ellas con sus batas del huerto. Que camina poco a poco, como la manera de vivir que se describe. Muchas de las secuencias o planos fijos parecen bodegones vivientes. Puede parecer que no pasa nada y al mismo tiempo está pasando todo. Lo ritmo está tranquilo y lleno de detalles. Parsimonioso, como la paciencia que se tiene que tener para que el melocotonero de fruto. Con afecto y constancia, como se cuida el campo.

En Alcarràs hay momentos en los que veréis reflejada la Mequinenza de Jesús Moncada, con la rebelión de la tierra que brama y de sus habitantes que la defienden

Alcarràs habla de tractores contra grúas, de campesinos dignos contra especuladores de cara vacía. De silencio, de calor, de aire, de generaciones. Y lo hace con conversaciones cotidianas y diálogos de fondo, como en un segundo plano, como el rumor del río Segre que amara la llanura. Crea atmósferas sonoras y lo hace siempre con este catalán occidental tan rico y puro y auténtico que las distribuidoras no tendrían que obligar a subtitular al castellano en Catalunya. Habla del guinyot y la mobilet, de las cabañas improvisadas y los precios justos. De precariedad y despoblamiento. De que la energía limpia es necesaria pero también puede ensuciar. De canciones populares. De yayas y padrinos. De arropar el lomo y girar la bocana. De levantar la cabeza y aguantar la mirada.

Hay momentos en que veréis reflejada la Mequinenza de Jesús Moncada —no en balde el mismo río baña sus casas—, con la rebelión de la tierra que brama y de sus habitantes que la defienden. Porque hay que saber de dónde proviene aquello que comemos y el valor que tiene producirlo. Un mundo sensible y de respeto. Y de mucho trabajo. Un mundo que se escurre entre nuestros dedos, como si quisiéramos atrapar el agua de un charco con un colador. La película es una lección de principios y en cada fotograma Carla Simón trata de tapar los agujeritos del colador antes de que se haya filtrado toda el agua.

Todo progreso y todo impulso hacia adelante comporta un retroceso: un culatazo, como ya explicaba Miguel Delibes en 1975. Y la física también nos dice que cuanto más ambicioso sea el tiro, mayor será la sacudida del rebote hacia atrás que hará la escopeta. Un golpe en la cara y en el hombro que nos hará retroceder. El escritor vallisoletano lo definía con lucidez: un progreso de dorada apariencia y del todo irracional. Como las palabras de Delibes son también los versos de una canción de pandero que resuena de fondo durante toda la película y que nos dice que Si el sol fuera jornalero, no madrugaría tanto y si el marqués tuviera que batir, ya nos habríamos muerto de hambre. Que la esperanza de un colador en el fondo del pozo mantenga las raíces en remojo con bastante fuerza como para que la conciencia colectiva tenga tiempo de despertar, antes de que las excavadoras no se lleven la última cosecha.