Había acabado de hacer deporte. Ahora no recuerdo exactamente si era el entrenamiento de baloncesto extraescolar o la gimnasia de horario lectivo habitual. El caso es que ya se habían marchado las compañeras, me encontraba sola en el vestuario del colegio y me disponía a ducharme. De golpe y sigilosamente entró un maestro. Yo hacía EGB y tenía unos 12 años, él debía tener unos 40, más o menos. Me pilló que ya me estaba desnudando y paré en seco. Se sentó a mi lado, en el banco, con toda la parsimonia, y me preguntó: "¿No te duchas?". Yo no sabía qué hacer. Estaba sudada por el ejercicio físico que acabábamos de hacer y necesitaba lavarme pero él me miraba y no tenía intenciones de marcharse. Me iba dando conversación. Yo hacía ver que recogía las cosas. Me comentó que me veía los pechos pequeños mientras me acariciaba la cara con su mano, que para mí era enorme. Finalmente, opté por ducharme con ropa interior, ¡no se me ocurrió nada más, chicos! Él no se movió de donde estaba ni bajó la mirada, que para alguna cosa había entrado en el vestuario, supongo. Me metí de espaldas, en el surtidor del fondo, el de más al rincón, el que quedaba más lejos de donde estaba él. Fue la ducha más rápida de mi vida. Después me ofreció llevarme a casa en coche, pero dije que prefería andar y me fui de allí más rápido de lo que me había duchado.

Ya nunca más volví a ducharme en el colegio, hecho que me valió las burlas de algunos alumnos —encabezados por una chica especialmente cruel— que no sabían por qué nunca me lavaba después de hacer deporte. Se reían de mí y me trataban de sucia, además de reírse del poco pecho que tenía (fui la más tardía en eso, ¡alguien tenía que serlo! Qué le haremos...). Este fue el inicio de un incesante bullying. Entonces esta palabra no existía, pero yo ya la sufría y duró cuatro años hasta que tuve que cambiar de centro, con otra excusa. Hoy, el profesor en cuestión que me acosó aquella tarde y la alumna que lideró mi linchamiento durante cuatro años ya están muertos y yo todavía no había contado nunca esta historia, ni a mi yaya. Al menos no entera.

Diez años más tarde, hacia los 22, un empresario de la comarca me invitó a comer en Tarragona. Era el padre de una buena amiga y me dijo que quería hablar sobre su hija porque estaba un poco preocupado por ella y pensaba que quizás yo podía ayudarlo en aquel problema. Inocente de mí, me lo creí. Fuimos con su coche y durante la hora de trayecto de ida estuvimos hablando, efectivamente, de su hija, pero también de mí y de vez en cuando su mano se dejaba caer sobre mi muslo. Después de comer en un restaurante de lujo me llevó cerca del mar, a un acantilado y allí estuvimos sentados más de una hora que se me hizo eterna. Me rodeaba con el brazo, me contaba intimidades, me cogía la mano, decía que qué guapa que era e incluso me besó en los labios. Estuve a punto de decirle que ya volvería en tren (son 100km hasta Tortosa) pero me pareció que podía enfadarse y la última cosa que quería entonces era despertar a la bestia. Además, pensaba en su mujer, en mi amiga. Así pues, volví con él, los dos solos de nuevo en su coche y hice lo que pude durante la hora de viaje hacia el Ebro. Al estar en casa fui directa a la ducha. Diez años después, aquella ducha fue bien diferente: larga, tanto como pude para sacarme de encima su olor y su recuerdo.

No quiero tener que ser valiente, quiero ser simplemente una mujer libre y sin temor

Sólo lo supo uno de mis jefes del sitio donde yo trabajaba entonces, tenían servicio jurídico y pensé en cubrirme legalmente la espalda en caso de que el empresario volviera al ataque. No fue así, pero mi amiga y yo nos distanciamos poco a poco porque yo dejé de ir a su casa, como hasta entonces había hecho con toda normalidad. Las cenas familiares con su mujer y él allí me incomodaban sobremanera. La amiga nunca lo supo, quizás tampoco entendió mi comportamiento; no me pareció oportuno contarle que su padre había intentado seducirme y que no pasó nada más porque yo dije que 'no' y a él lo pillé de buenas. Pero no quise volver a tentar a la suerte y me alejé de él y, sin querer y en consecuencia, también de mi amiga.

Y por último, casi veinte años después del segundo acoso, viví una escena angustiante en la playa. Fue el otoño pasado en una playa del Delta del Ebro. No había casi nadie. Soy de las que se baña en el mar todo el año y hay épocas donde la playa está medio desierta y la persona más próxima la tienes a 150 metros y es un pescador. Estaba sentada en la hamaca, con los ojos cerrados, tomando el sol, muy relajada escuchando las olas. Hacía un ratito que oía un ruido detrás de mí pero me pensaba que eran las plantas. La playa donde suelo ir tiene una parte más salvaje y cuando el viento mueve la vegetación hace ruidos diversos. Pero afinando la oreja me di cuenta de que no reconocía aquel murmullo. Se me ocurrió girarme y allí estaba él. Un chico joven casi desnudo, con gorra y gafas de sol. Masturbándose a un palmo de mí, en mi nuca. El ruido era el roce de su miembro y su mano con el bañador. Metí un bote de la hamaca y empecé a gritarle. Él me persiguió un rato mientras dábamos vueltas circularmente a la silla vacía donde yo estaba sentada. Llegó a cogerme los pechos con las dos manos. Finalmente, encontré una caña cortita en el suelo —cosas de las playas del Delta— y le di tantas veces como pude, en la espalda, clavándole la punta. Él empezó a quejarse gritando que parara y en una de las vueltas corriendo mientras me perseguía siguió recto hacia el camino paralelo a la playa, donde tenía el coche. Lo perseguí pero iba descalza y me pinchaba la planta de los pies con los matorrales. Arrancó deprisa sin que pudiera verle la matrícula del coche. Esta vez, sí, puse denuncia en los Mossos. En ninguna de las dos ruedas de reconocimiento fotográfico lo he podido identificar. Estuve semanas sin ir a la playa, cosa muy extraña en mí, y cuando volví fue a otra menos solitaria.

He obviado aquí explicar la de veces que, por la noche, he cambiado de acera o de ruta para volver a casa, que he hecho ver que hablaba por el móvil o que directamente he llamado a alguna amiga para que me haga compañía por teléfono mientras vuelvo a casa a pie. Por no hablar de las veces que he sido yo quien ha hecho compañía a alguna amiga por teléfono o de los compañeros, novios, amistades diciéndome: "Énviame un mensaje cuando llegues a casa y así me quedo tranquilo, pero no cuando estés en el portal, ¿eh? sino cuando hayas entrado ya dentro del piso", especifican.

Cuando vuelves a casa de noche y sientes un ruido detrás tuyo, si eres un chico lo primero que piensas debe ser: ¡a ver si me quieren robar! Si eres una chica, te dices: ¿y si me quiere violar? El tipo de pánico es muy diferente. Y no se trata de ser valientes. Bastante que lo somos ya. No quiero tener que ser valiente, quiero ser simplemente una mujer libre y sin temor. Y no, no callaremos. Ya no.