Nuestros muertos (ellos) han tomado un protagonismo silencioso que se ha impuesto en estas fiestas. Los muertos tienen alguna fuerza incontrolable que se intensifica a finales de año. Una mesa de Navidad por primera vez sin la silla del abuelo o abuela, o del padre, o de la madre, o de los hijos, es una mesa irremediablemente muy decapitada, irreparable y dolorosa. También es una mesa realista, elocuente. Por si alguien se había confundido y se pensaba que había venido al mundo eternamente, y que nada se acaba. Si en el día a día estas ausencias duelen, y duran mucho, por Navidad son pichazos puntuales, pero muy fuertes. También hay quien sabe hacer de tripas corazón y lo humaniza. Millones de personas en todo el mundo lo viven con fe. La muerte, desde la perspectiva creyente, no es el final.

Nuestras celebraciones anormales en estas fiestas contienen aquella presencia de los ausentes de maneras variadas. Algunos hacen un brindis explícito por la persona que se ha muerto este año, o que ya hace años que se marchó. Otros ponen fotografías en las redes sociales y saludan "a los que están en el cielo", "a quien ya no está pero nos acompaña", "a quien siempre permanece a la memoria". Muchos cogen una fotografía que tienen en casa, la miran, recuerdan y lloran hacia adentro, intentando no ahogar con su tristeza el momento. Que la muerte no sea el final no exime del dolor de la separación física, que es enorme, y para los que se quedan configura la vida de otra manera para siempre. No es lo mismo contigo que sin ti.

La muerte, desde la perspectiva creyente, no es el final

El monje benedictino Lluís Duch escribió, en el lejano 1975, que es necesario hablar de la muerte "no con una finalidad sadomasoquista, no con un cierto esnobismo más o menos existencial, no con la cara triste de los derrotados y de los humillados, sino para ser conscientes de nuestro destino común de mortales". Como cristiano, el filósofo y teólogo Duch añadía: y para encontrar la alegría de Dios que hace tener conciencia de que la vida no es una aventura pasajera, "un episodio aislado en la danza de los siglos y de los espacios". Brillante. Duch era lúcido y nos decía en Muerte y esperanza que ninguna sociedad, por avanzada que sea, puede anular el misterio de la muerte. Mi muerte, y la muerte de los seres que amo, es el gran misterio. No podemos librarnos. Avisaba el pensador de que tener presente la muerte no es fascinarse por la muerte, rindiendo culto a los héroes y viviendo una existencia trágica. Y que la sociedad consideraba la muerte como "un accidente", un "fallo técnico", porque no puede concebirla como un final. Se vive la muerte como una derrota porque no se entiende que la muerte es la otra cara de la vida. Convendremos que comprender eso, que duele y se nos escapa, es plantearse la trayectoria vital como camino. ¿Nos gusta saber dónde vamos cuando paseamos? No siempre. Hay personas que quieren saber ya previamente la ruta, los kilómetros, prevén el avituallamiento, calculan. Otros prefieren ir tirando, y ya se verá. Sea cual sea su actitud, lo que están haciendo es caminar.

Con la vida, no querer controlar la muerte confiere tranquilidad y rebaja la angustia, porque ni sabemos cuándo nos moriremos, ni nosotros ni ellos, ni sabemos qué pasa después. Cuando morimos, no sabemos cuál es el siguiente episodio ni cuántas temporadas hay. Esto no es Netflix. Algunos confiamos en que pasan cosas, y buenas. Otros, están convencidos de que no pasa nada. Sea cual sea la aproximación al hecho ineludible de la muerte, es una certeza que ahora y aquí, en las mesas con gente o sin familiares, en el confinamiento estricto o en el alivio de la compañía, los muertos nos hacen compañía y habitan nuestra memoria. Están, de otra manera. Y con ellos, pulula coqueta por aquí nuestra futura muerte, que cuando venga, nos abre a la esperanza, que no es la certeza científica sino uno enorme quizás. La ciencia, tan presente hoy, tampoco nos lo aclara. Qué bien lo decía el poeta Rabelais en su lecho de muerte: “Je me’n vais chercher un gran Peut-être”.