Cuando alguien actúa de manera estrambótica, según nuestros parámetros, lo tachamos de raro y excéntrico. Y si encima lo hace por motivos religiosos, de fanático. El fanatismo es aquella intolerancia radical que impide y no acepta la alteridad, y que ensalza hasta el extremo la legitimidad de su idea. Todos hablamos de fanático, y "muy fan" es una frase que en boca de la gente joven sirve para todo cuando algo les gusta. Cuando lo llevamos al terreno espiritual, un fanático es un obseso, una persona de devociones intransigentes.

"Un loco insensato que lo ha dejado todo y ha entrado en una secta", oyes decir cuando alguien se ha hecho de una comunidad religiosa. Una mujer con veleidades místicas que se ha marchado al Montsant y hace de ermitaña. Un idealista alejado de la realidad que ha partido hacia las misiones. Una farmacéutica con un futuro brillante a quien se le ha girado la pinza, se ha hecho monja y todo el día sonríe y dice que es feliz. Una chica rara que estudia teología, vive en una comunidad en que se reparten los bienes y va a misa cada día. Un niño que se deja un moño en la cabeza por motivos religiosos. Un chico que un día a la semana duerme con los sin techo en la Barceloneta porque cree que sus creencias le piden un compromiso. Chalados. Son todos unos pirados porque toman decisiones en base a sus creencias. Existen, estos radicales del espíritu de los cuales escribo. Pero tal vez no lo son menos el que cada vez come menos carne por motivos animalistas, el que colecciona chapas de cava y vive cada fin de semana en función de los mercadillos donde encontrará, el que cada noche cambia de pareja por "higiene mental" o el que se droga para "experimentar y salir del tedio". Sin hablar de las agendas familiares trastocadas por las obsesiones de los runners, sus carreras y competiciones. También hay quien se viste de manga o quien se dispara una sesión interminable de Juego de Tronos durante tres días y tres noches seguidas.

Todas estas acciones también podrían ser "raras" y de "fanáticos", comportan obsesión y son radicales. Pero eso es un motivo cultural, deportivo o de ocio, no religioso, diréis. Resulta que cuando las decisiones extrañas están fundamentadas en una vivencia religiosa del individuo, nos chirrían, no las entendemos. Si cambias la agenda porque tienes misa, eres excéntrico. Si lo haces para ir a nadar, estás en la norma. Quien va a misa y a nadar ya es un ejemplar digno de estudio. El sociólogo Joan Gómez Segalà, con motivo de la obra de teatro Els nens desagraïts, que versa precisamente sobre creencias y fanatismo, me decía estos días que precisamente esta obra de Llàtzer Garcia, que todavía se puede ver en la Sala Beckett, "consigue interpelar a todos los espectadores independientemente de sus creencias". Gómez tiene razón cuando dice que "no acusamos de fanatismo aquello con que estamos en desacuerdo, sino aquello que se sitúa en un plano que no podemos entender". Y la fe entra en este plano que no podemos entender.

El fanatismo es aquella intolerancia radical que impide y no acepta la alteridad y que ensalza hasta el extremo la legitimidad de su idea

La Escuela de Nazaret, la negativa a las transfusiones de sangre de los testigos de Jehová o el caso de una madre católica italiana que priorizó el salvamiento de su bebé antes que su vida son casos incomprensibles por quien no entiende que existe la dimensión de la fe, recuerda Gómez, pero la pregunta fina es esta: ¿hasta qué punto el problema radica en el fanatismo de la madre superiora que nos parece fanática, o bien en nuestra mirada restrictiva de la libertad religiosa? ¿El problema es lo que hace o es que lo haga en nombre de un Dios que no reconocemos?

Els nens desagraïts es una obra punzante que consigue hacer dudar a todos los espectadores de las propias convicciones, porque el terreno de las creencias es lábil. No es cierto que estemos en un momento en que nadie cree, como dicen algunas abuelas nostálgicas. ¡Sino al contrario! Hay una credulidad devoradora y expansiva. La gente cree cosas que no creeríais.

Soy "muy fan" de Els nens desagraïts, lo confieso. Esta obra de teatro es chocante porque te cambia la perspectiva. A un creyente, le hace traquetear aquella parte que puede ir hacia el radicalismo más excluyente, cerrado y sectario si no se controla. A un no creyente le remueve las entrañas y Ie disecciona allí delante los prejuicios que tiene hacia los creyentes y la ceguera hacia las creencias y convicciones de los otros. Le he preguntado a Llàtzer Garcia, el padre de la criatura, si considera que hay que creer. Para él, "si no crees en nada, es muy difícil salir adelante. Las creencias son absolutamente necesarias. Creo que el problema de estos niños es que de pequeños se les impuso tanto la obligación de creer que ahora es imposible que crean en nada. Rechazan cualquier cosa que implique creencia. Es una castración. Por eso son tan infelices". Creer es necesario y, además, a mucha gente le hace feliz, pero estar obligado a creer sin poder escoger es nefasto. Fe se tiene o no se tiene, pero inducirla sin posibilidad de escoger puede ser letal. Y la fe también se escoge, gracias a Dios. Celebro que haya dramaturgos que osen mirar las creencias a la cara, porque plantearse la necesidad que tenemos de creer es contemporáneo y útil. Llàtzer confiesa que le cuesta saber qué se lleva al público a su casa. La gente le comenta que el vacío de quien ha creído y no cree es compartido. ¡Porque tan fanático puede ser el que oye voces, como el que tiene una venda en los ojos que no le deja ver la realidad ni aceptar que hay gente, ¡por desgracia!, que es creyente.