Hay hombres que son magnéticos. Y otros, que se parecen a tu padre. En Navarro-Valls se unían simultáneamente ambas cosas. Cuando llegué a Roma, en 1999, mi padre acababa de morir, a los injustos 54 años. Cada día, en la Sala Stampa Vaticana donde durante 10 años fui a trabajar, aparecía un gentleman que me hacía pensar, por fondo y por forma. Cada vez que tomaba la palabra, sentía un trago de dolor unido al agradecimiento. Recordar siempre hace daño, pero nos serena y nos hace darnos cuenta de todo lo que hemos recibido. Que suele ser tanto. Aquel hombre nacido en Cartagena se mostraba ágil, inteligente, divertido, culto, apuesto, locuaz. Era el flamante médico periodista y portavoz, que algunos tildaban de arrogante y frío –los mismos que ahora hacen sus empalagosos panegíricos. Me atraía. Pero era la atracción del abismo: seducción y repulsión al mismo tiempo. Me parecía demasiado divo, excesivamente protagonista. Yo, con aquella bendecida ingenuidad que solo puedes tener en la década de los veinte años, pensaba que un portavoz tenía que ser como un presentador de noticias: lo bastante digno como para que no distorsione la mirada, pero no luminoso como para que te olvides de que el protagonista no es él. Es lo que siempre he pensado de los papas de Roma: tienen que ser lo bastante consistentes como personaje, pero no tienen que eclipsar nunca a la figura de quien dicen que representan. Pero Navarro-Valls era muy él. Brillaba mucho. Y en Roma, la brillantez solo está destinada a una persona. Y no suele ser el portavoz.

Navarro, o "navaro", con una suela r, como lo decían los italianos, era una institución. Ha pilotado, solo, durante 22 años, la comunicación de la Iglesia. Ha tenido equipos, planes de comunicación, vicedirectores, estrategias. Se han preparado documentos, y algunos como yo hemos dedicado años e incluso la tesis doctoral a estudiar cómo lo hacían. Inútil. Humo. Durante 22 años, quien mandaba, cortaba el bacalao, decidía, hacía y deshacía, era él. Solo.

El día más impactante de todos los que he vivido a su lado fue la rueda de prensa en que nos anunció la muerte de Juan Pablo II. Allí, se rompió. Él, aquel hombre que se parecía a mi padre, por lo tanto, aquel hombre que nunca mostraba ninguna fragilidad, que dominaba la escena, que hacía siempre aquella cosa tanto perniciosa que nos han transmitido padres y madres que es negar la emotividad, se mostró humano, acabado. Y ya me perdonaréis, pero cuando tienes que anunciar la muerte de la persona con quien has compartido los mejores años de tu vida, y cuando esta persona encima es el Papa, mal sería que lo anunciaras como hacen las voces metálicas del aeropuerto. Navarro, por fin, rompió el protocolo, y se echó a llorar. Navarro, por fin, nos hizo ver que eso del Vaticano quizás es menos montaje de lo que muchos se empeñan en mostrar. Navarro, gracias a Dios, demostró aquello que los profesores de periodismo no nos cansamos de decir: que solo la verdad triunfa, aunque sea al final. Que por muchos filtros e imposturas, la realidad se impone. Y Navarro, que Dios lo tenga en su gloria, nos hizo ver que un portavoz también es una persona, no solo una pantalla, un plasma, un holograma. Navarro humanizó a la Iglesia. Todo el mundo alaba la profesionalidad, el trato excelente, la dignidad con que se movía. A mí, todo eso me es igual. Lo que nunca olvidaré de él no es la forma, que era excelsa. Ni el fondo, que era coherente. En Navarro, el toque de gracia era la maravillosa unión entre ser y saber, entre decir y hacer. Ejecutaba grácilmente porque se lo creía. Defendía lo que decía porque antes había dado la palabra, la piel, el alma. Los manuales de protocolo y relaciones públicas ya pueden ir aprendiendo. Solo si te lo crees, serás creíble. Solo si eres capaz de dejarlo todo por una idea, te la comprarán. O si lo hacen antes de tiempo, será falso. Tarde o temprano, la verdad se impone. Navarro lo corrobora.