La fascinación por la vida profana hoy es "poderosa en extremo", escribe el papa Pablo VI en la encíclica Ecclesiam Suam del año 1964. El mundo secular, opuesto a la esfera de lo sagrado, aparece como potencialmente peligroso e inestable. Cuando Pablo VI era Papa, el mundo sacro iniciaba una transformación —que no desaparición— ineludible y vibrante. No solo por los hippies o por las oleadas de secularizaciones. Fueron unos años en los que el Concilio Vaticano II ofreció una nueva mirada: el mundo no era malo. Era el lugar teológico desde donde se tenía que vivir y encarnar el mensaje de los cristianos. Ya no se trataba de hacer separaciones (sacro y profano), sino de ensayar nuevas formas. A Pablo VI le tocó bregar con una época convulsa, y fue un pontífice que vio el Concilio Vaticano II que su predecesor, Juan XXIII, había iniciado. Pablo VI sufrió, pero ser Papa ya lo lleva en el cargo. Reflexionó sobre la necesidad de la opinión pública dentro de la Iglesia, y a pesar de ser crítico con el mundo secularizado, se daba cuenta de que hacían falta diálogo y negociación. Este Papa, que lo fue durante 15 años, reformó la curia vaticana y fue muy contestado a raíz de uno de sus escritos, la encíclica Humanae vitae.

Para él, el conformismo parece a mucha gente "ineludible y prudente" y reconocía que en el campo práctico cada vez resulta más incierto y difícil señalar la línea de la rectitud moral y de la recta conducta práctica. Hoy, estos conceptos de "rectitud" se han difuminado. El contexto postlíquido no acepta imposiciones ni certezas. Cuando el papa Pablo VI se refería al "relativismo que todo lo justifica y todo lo califica de igual valor", lo hacía en un contexto en que el mundo y la Iglesia ya no eran dos esferas diferentes, sino que había una mezcla. Y no se veía bien. El Papa recordaba el enunciado cristiano de estar en el mundo, pero no ser del mundo. Listo como era, el Papa decía a su texto que "eso no significa que pretendamos creer que la perfección consiste en la inmovilidad de las formas". Y se daba cuenta de que la Iglesia había actuado "quieta" durante muchos siglos. Citando a Juan XXIII, hablaba de aggiornamento, la puesta al día, que no quería decir confundirse con las estructuras mundanas, sino poner la Iglesia al día para que fuera significativa en un mundo cambiado y cambiante.

Cuando la Iglesia se distingue de la humanidad, no se le opone, argumentaba: la diferencia no es separación, ni indiferencia, temor o menosprecio. La Iglesia, por lo tanto, "tiene que ir hacia el diálogo con el mundo en que le toca vivir". La Iglesia se hace "coloquio", decía. A fin de que el mundo conozca el Evangelio, hay que acercarse a él. Con este pensamiento, Pablo VI anticipaba la manera de hacer del papa Francisco, el Papa que el teólogo Luciani describe como el artífice de la "teología del pueblo". Ya no es acercarse al mundo, sino escuchar las entrañas del mundo, el de ahora y aquí, pero también el que arrastra heridas del pasado y el que vendrá. El papa Francisco está constantemente en fase aggiornamento, puesta al día. Tiene bloques de oposición dentro. Es un pontífice con claros grupos contrarios en su seno. No son complots escondidos. La disidencia le llega, la conoce y la torea. Con todo, no se encoge nada, ni se vuelve arrogante. Va tejiendo, socarrón y consciente. Se va poniendo al día y obliga a ponerse al día, en ecología, migraciones, diálogo, empatía, misericordia. Sabe que o se pone al día, o se impone la noche. Y para noches oscuras, la Iglesia ya ha vivido demasiadas.