Con las instituciones españolas siempre hay una de cal y otra de arena. Los buenos propósitos, como los de los niños traviesos, se suelen quedar demasiado a menudo en eso, en buenos propósitos. Primero la ley de memoria histórica (2017) y, más recientemente, la ley de memoria democrática (2022) son un buen ejemplo de ello.

Centrémonos en la resistencia no del franquismo nostálgico, chillón y estrafalario, sino de las extremas derechas parlamentarias. Este lunes pasado, con el traslado a donde tocaba desde siempre de los restos del fundador de la Falange, tenemos motivos para reflexionar al respecto, porque han protestado, después de intentar paralizarlo durante años. Así, a pesar de los diferentes perfiles que los politólogos quieran encontrar, tienen varios rasgos fundamentales que los hacen compartir la misma raíz de extrema derecha: su compromiso con la salvaguardia y justificación del franquismo contra viento y marea.

A diferencia de lo que pasa en otros lugares de Europa, donde el fascismo murió en la calle y no en la cama —más o menos pasa lo mismo con los países autoritarios y ultranacionalistas del Este—, los propios franquistas, al principio, y sus hijos, después, se han construido una ciudadela a medida, con la larguísima tibiez cómplice de fuerzas democráticas y antifranquistas, en la cual el pasado no se puede tocar, casi ni hablar de él.

Además, esta injusticia de no revisar nada del pasado se construía sobre otra injusticia: la equidistancia entre los dos bandos enfrentados en la Guerra Civil. Los dos venían a ser iguales e igual de responsables. Aparte de ser una injusticia, es un auténtico atentado a la razón: un bando, el rebelde, se alzó ilegítima y violentamente contra el régimen establecido, la República y, el otro, las fuerzas leales, la defendieron. No se puede poner en la misma balanza a los delincuentes y las víctimas. No acaba, sin embargo, aquí la cosa: durante cuarenta años de dictadura, el franquismo desató una represión física y psicológica, con exterminio de los que consideraba sus enemigos, los vencidos, que costó la ruina del país moralmente y económicamente, convirtiendo España en un país que hoy diríamos paria.

Durante la guerra y los primeros años de la represión, muchos demócratas, civiles y militares, fueron condenados a muerte o a desproporcionadas penas de presidio por el delito de rebelión

Ni la agresión ni la represión tienen punto de comparación ni con la legítima defensa de la República ni con sus excesos durante la guerra. La negación de las libertades, la persecución, el asesinato disfrazado de farsa judicial, el encarcelamiento arbitrario y sin garantías, la tortura de todo el que fuera disidente, no solo políticamente, estaba —¿o ya no se recuerda?— a la orden del día. A la maldad intrínseca del franquismo, se le añadía un cinismo sádico, como bien sabemos. Una muestra poco recordada: durante la guerra y los primeros años de la represión, muchos demócratas, civiles y militares, fueron condenados a muerte o a desproporcionadas penas de presidio por el delito de rebelión. Sí, de rebelión. En efecto, no haberse sumado al Glorioso Alzamiento Nacional o haber combatido la rebelión fue considerado rebelión. Eso de forzar el derecho no es cosa solo de hoy.

En este contexto que todavía perdura, en buena parte amparado por autoridades y los tribunales, la resistencia, ahora, a cumplir la ley. Sin embargo, la recientísima sentencia del Tribunal Supremo de 13 de este abril parece empezar a romper este cobijo. En efecto, niega parcialmente la legitimación procesal a la Fundación Francisco Franco para impugnar los cambios del nomenclátor de las calles de Madrid, quitando, sorprendentemente, que los nombres hagan referencia, precisamente, a Franco. Avances tan pequeños desesperan. En este contexto, resulta que todavía no se han devuelto a las familias, que hace décadas que lo piden, los restos de sus allegados inhumados ilegalmente en Cuelgamuros. Antes están saliendo los verdugos, cosa que resulta profundamente irritante, cuando no dolorosamente ridícula.

Por una parte, los mártires de la democracia continúan apilados en los entierros de una propiedad pública, la basílica del ominoso Valle, administrada por una orden clerical que no hay modo de expulsar. Esta debida expulsión, ya que no tienen suficiente título jurídico para eternizar su ocupación, además va acompañada por una recalcitrante defensa del legado franquista. La resignificación del recinto dista mucho todavía de haberse iniciado. La cosa parece que va para largo. Una vez más, la democracia trata con exquisitez la dictadura y sus hijos que no reniegan de ella. La desigualdad resulta cegadora.

Tanto como el tratamiento que reciben los violentos vástagos —o no tanto— del fascismo por parte de las autoridades en general y de la policía en particular, cuando llevan a cabo, que es siempre que salen a la calle, actos contra el orden público. Apenas detenciones y procesos, antes o después, archivados, sin consecuencias. Llamar asesinos con el brazo en alto se ve que resulta más tolerable y digerible que utilizar urnas para votar, sin insultar a nadie.

¡Cuánto cuesta hacer este camino de razón y justicia!