“Siempre parece que la Iglesia vaya por detrás del tiempo, cuando en realidad está más allá del tiempo: está esperando a que la última moda haya visto su último verano. Custodia la llave de la virtud permanente”, escribió G.K. Chesterton. Aparentemente, parece que G.K. Chesterton no previó el momento que estamos viviendo. Diría, de hecho, que la mayoría de los feligreses que ocupamos, domingo tras domingo, los bancos medio vacíos de nuestras parroquias, no previmos el momento que estamos viviendo. Pasé mi adolescencia yendo sola a misa, y ahora las redes hierven con hilos y los digitales hierven con columnas que versan sobre un despertar espiritual que se traduce en un retorno al catolicismo de las generaciones más jóvenes. Se ha hablado bastante de ello a raíz de Lux, el nuevo disco de Rosalía, pero el caso es que, a quienes seguimos un poco la prensa religiosa de todas partes, ya nos habían llegado noticias de un rebrote de conversiones —sobre todo, en Francia— entre los jóvenes. Me da la sensación de que a veces se pone el primer fenómeno —el de la atracción que todavía genera la estética católica, el de colgarse rosarios al cuello con menos complejos— y el segundo fenómeno —el de, efectivamente, bautizarse— bajo el mismo paraguas, y aunque son fruto del mismo momento histórico y de las mismas circunstancias politicosociales, presentan diferencias que, aunque parezca una paradoja, acabarán por confirmar el pensamiento de G.K. Chesterton.
El catolicismo que es una moda, este que funciona como una especie de disfraz, es, en realidad, anticatólico. No exige compromisos, no quiere propulsar un cambio radical en la persona, no pretende hacerte ver la vida de una forma renovada tras descubrir en ella el gobierno de Dios. No es religioso en el sentido de que la religión quiere preservar lo incorruptible, lo sagrado. Puede llegar a convertirte, porque Dios se sirve incluso del postureo y de lo que hacemos de cara a la galería. Pero por sí solo, es solo bisutería destinada a llenar el vacío de un modo superficial. Me parece que este reciclaje de la imaginería católica —como mínimo el de las sociedades catalana y española— encuentra su razón de ser en un cierto agotamiento del rédito moral del trauma del nacionalcatolicismo. El anticlericalismo militante de la generación de nuestros abuelos, consecuencia de la imposición y del control social, se ha diluido al llegar a nuestras manos. Este agotamiento explica el reciclaje al que me refería de forma parcial, como mínimo. Pero hay un vacío, eso que Ferran Sáez denomina la Presència d’una absència (Publicacions Abadia de Montserrat), que es transversal en términos generacionales y común entre quienes ahora se acercan desde el gesto y quienes, acercándose de un modo u otro, han acabado poniendo a Dios —el Dios que las generaciones que les precedieron rechazaron— en el centro de su vida.
Todo lo que es moda, incluso el catolicismo adaptado al tiempo, pasará. Lo que quede, dependerá de nosotros
Existe una curiosidad. O una búsqueda más o menos orientada en cada caso. Ferran Sáez explica que hoy impera la ausencia de un relato que busque otorgar sentido a los acontecimientos mientras impera la ironía, el gregarismo individualista y la inmediatez, lo que afecta a la posibilidad de una vivencia espiritual profunda. Hay jóvenes haciéndose preguntas, y son unas preguntas que el catolicismo convertido en marketing, que esta espiritualidad convertida en un producto de consumo, en una carcasa estética, tampoco podrá responderles, porque es una espiritualidad fruto del mismo gregarismo individualista y de la misma inmediatez de la que habla Sáez. Pero tras esta presencia de una ausencia que empuja a las generaciones que se suben al catolicismo hecho moda, está la misma presencia de una ausencia que puede empujarles al tipo de espiritualidad que está más allá del tiempo. Es a esto a lo que me refería, de hecho, cuando he escrito que la tesis de G.K. Chesterton acabaría confirmándose.
Todo lo que es moda, incluso el catolicismo adaptado al tiempo, pasará. Lo que quede, dependerá de nosotros. Está en manos de quienes nos sentimos parte de la Iglesia de una manera activa ofrecer un pozo de ideas, un sentido de comunidad, una tradición religiosa e intelectual —e incluso, literaria—, una formación espiritual que esté a la altura y las herramientas para alcanzar una fe de acción, profunda y arraigada, porque ahora que parece que el catolicismo está de moda, o cuando vuelva a parecer que el catolicismo está de moda, quienes se acerquen a él encuentren los caminos a lo único que es sólido de verdad. Me parece que existe un perfil de católico que se complace con solo ver los hilos y las columnas en los digitales con los que hierven las redes, pero esta moda también verá su último verano. Entiendo que es un momento dulce, con un cierto regusto de victoria, y por eso existe un perfil de católico al que le parece que el trabajo ya está hecho. El adolescente que fui todavía se lo mira desde una cierta incredulidad. Pero las sandalias de rosario en Berghain pasarán, las películas de temática religiosa pasarán, este trato de la prensa entre el respeto y la fascinación también pasará. Y cuando esto pase, si nos hemos complacido en la moda en vez de servirnos de ella para acercar a los curiosos que la moda ha despertado a todo lo que permanece, ¿qué quedará? G.K. Chesterton también escribe que “La Iglesia católica es lo único que preserva al hombre de la esclavitud degradante de ser hijo de su tiempo”. Quienes —a pesar de todo o a pesar de nada— formamos parte de ella y nos sentimos parte, tenemos una responsabilidad, también hoy, para que Chesterton siga teniendo razón.
