Mi vida es un poco como el capitalismo, que de vez en cuando tiene crisis devastadoras que me dejan sin saber ni quién soy ni qué hago. La más reciente es la que tuve cuando hice treinta años. Cuando me pasa alguna cosa así, dejo de leer o ver género fantástico y hurgo en lo más costumbrista para encontrar sentido a la vida. En crisis anteriores me había funcionado bastante bien, esta vez fue mucho más complicado.

El panorama televisivo catalán no me seducía mucho. Los guiones suelen ser muy buenos y las series bien hechas. Pero traten de dilemas existenciales o de asesinatos sórdidos, acostumbran a hablar de las preocupaciones de gente de cuarenta-cincuenta años que tiene un piso en el Eixample o casitas muy cucas en pueblos y ciudades de comarcas. Volví a engancharme a Plats bruts. Pero va y en un capítulo el Lopes menciona lo que paga de alquiler en Barcelona. Una vez hecha la conversión de pesetas a euros, entré en shock porque no podía asumir aquella cantidad irrisoria. Ya no puedo ver la serie.

Recurrí a Girls. Le tenía muchas ganas, me habían pintado la serie como muy rompedora. Hay reflexiones sobre abuso sexual, ves a chicas haciendo caca y pipí y una manera de mostrar el cuerpo desnudo de la mujer que no está pensada para que el espectador hombre que se acuesta con mujeres se haga pajas. El resto, lo mismo de siempre. Problemas con los chicos, de vez en cuando con el trabajo. Poca cosa más. La protagonista es una pánfila que está insegura por todo. Por todo. En un Nueva York blanquísimo, donde no hay nadie que no sea blanco que haga alguna cosa interesante. La dejé a medias.

Decepcionada con el presente, me zambullí en el pasado. Mi referente de adolescencia era Bridget Jones, porque su apariencia física y su vida personal y laboral eran un caos, como yo entonces (y un poco ahora). Vi en Netflix la nueva película, Bridget Jones' baby. Si no lo necesitara para trabajar, habría quemado el ordenador. Bridget se había convertido en una señora con una cara glamurosa fruto de la cirugía, con ropa glamurosa y trabajo glamuroso. Tenía que escoger entre dos señores fantásticos. Tenía un bebé guapo. Me sentí aún más traicionada que con Girls.

Las películas protagonizadas por señoras de sesenta y setenta años no son mejores. Tenía la esperanza de que sí. Al fin y al cabo, entiendo que durante la adolescencia, la veintena y la treintena la sociedad intente vender a las mujeres trastos como el hombre de nuestros sueños o que se tiene que tener una carrera liberal de éxito y a la vez lucir unos Louboutin fantásticos, para mantenernos sumisas y hacernos procrear con hombres mediocres. Pero en la tercera edad esperas que Jane Fonda y Diane Keaton ya sepan que todo eso son tonterías para domesticarnos el talento y robarnos la libertad. Pero no, sus películas son una continuación de la serie Sexo en Nueva York.

Tienes la protagonista que es la narradora de la historia. Su preocupación pasa de tener una carrera exitosa y encontrar al hombre de sus sueños a evitar que su descendencia la ponga en una residencia de ancianos, mientras intenta encontrar al hombre de sus sueños número dos. El primero ha muerto. La acompañan la amiga con un matrimonio aparentemente perfecto pero que no lo es tanto, la amiga que tiene una carrera exitosa pero que nadie la abraza por las noches, y la amiga que folla con todos los hombres que tiene al alcance. Aunque es objeto de mofa e indignación por parte del resto, llegas a la conclusión de que la amiga que se lo calza todo es la más sabia y la que mejor se lo pasa. Todo eso se ameniza con los habituales chistes sobre cosas que te salen o no te salen de la vulva ―bebés/nietos, regla/menopausia, lubricación/sequedad vaginal...― y con dramas como maridos o amantes que te dejan por una jovencita.

Las vivencias de mi generación hacen que se les vea el plumero a las historias de divorciadas que van a la India a reencontrarse con ellas mismas o de hombres de negocios que compran una casa en la Toscana para cuidar cepas

Estaba ya a punto de tirar la toalla cuando recuerdo que todavía no he visto la cuarta temporada de Broad City. La veo y me encuentro de morros con una maldita obra maestra, que incluye un genial episodio de dibujos animados. Habla con irreverencia y sensibilidad de pobreza energética, problemas de salud mental, poliamor, relaciones de género en una época marcada por el auge del autoritarismo o precariedad laboral. En Nueva York. Con gente afroamericana y latina, aunque sean secundarios.

Para acabarlo de rematar, a TV3 se le ocurre emitir en verano la serie balear Mai neva a ciutat. La historia de una chica en la treintena que vuelve de Londres a Mallorca y tiene que reanudar su vida donde la dejó años antes. Retrata a la perfección la incertidumbre y decepción de mi generación. Por una parte, la derrota de jugártela y no tener el final feliz que te habían prometido, y tener que volver para ver que tú tienes que reanudar una vida parada, pero que a la vez ha continuado sin ti. Por la otra, la decepción al ver que, aunque alcances los objetivos, puedes descubrir que no es lo que te esperabas, y que no tienes suficientes recursos para iniciar una nueva aventura así, como si nada.

Las vivencias de mi generación hacen que se le vea el plumero a las historias de divorciadas que van a la India a reencontrarse con ellas mismas o de hombres de negocios que compran una casa en la Toscana para cuidar cepas. Generaciones anteriores habían fantaseado porque, aunque no estuvieran divorciadas o no fueran hombres de negocios, había elementos de aquellas vidas con las cuales podían empatizar y sentirse protagonistas de la fantasía. Ahora, algunas podemos ir a la Toscana o a la India, por supuesto, pero iremos de mochileras y compartiendo albergue con jóvenes en la veintena más tirados que nosotras, después de ahorrar mucho mucho. Y claro, empiezas a pensar que eso no puede ser, porque tú ya eres una señora. Pero no lo eres del todo, porque vas a sitios de jóvenes tirados. La ambientación de la serie mallorquina ha captado esta liminalidad entre la juventud y la adultez que se ha convertido la treintena, con su nomadismo material y existencial fruto del hundimiento de todo lo que hasta ahora daba seguridad: el hogar, el trabajo, la familia nuclear donde tú dominabas.

Después de ver Mai neva a ciutat sigues igual de desorientada, pero tienes el confort de ver en pantalla a alguien que está tan desorientada como tú, cosa que quiere decir que alguien allí fuera sabe que estás desorientada. Combinarla con Broad City es inyectarte energía. Es tener la fuerza para salir adelante que te otorga reírse de ti misma y de una vida que no controlas. Es aquel equilibrio entre luchar por un futuro mejor sin caer en el luto permanente por la situación que tienes, pasándolo bien mientras tanto. Es una narración aspiracional, pero muy marcada por la supervivencia, que todo lo hace agridulce. No sé si el relato de series como la balear o la norteamericana ―el mío, el nuestro― es mejor o peor que los anteriores. Pero, ahora mismo, me parece el más honesto.