El proceso independentista catalán ha pasado de ser una respuesta genuinamente catalana contra la ola autoritaria que sacude Occidente a convertirse en su translación en Catalunya.

Ninguno de los políticos que nos gobiernan parece que rendirá cuentas por la gestión negligente del coronavirus por la simple razón de que la alternativa entregaría el Parlament y la Generalitat a las fuerzas españolistas (Comunes, PSC, PP, Ciudadanos y, seguramente, Vox). La represión española ha permitido silenciar las voces críticas con los líderes independentistas, bajo el pretexto de que no se puede reprochar nada a quien está encerrado o tiene muchas posibilidades de no volver a pisar nunca más Catalunya. Como bien ha señalado esta semana Bernat Dedéu, nuestro país vive sometido a la dictadura de las buenas personas, donde el trabajo de cualquier individuo, ya sea político, activista, intelectual o periodista (Mònica Terribas o Manuel Cuyàs son ejemplos recientes), no será nunca evaluado si se considera que es buena gente.

La dictadura de las buenas personas no es sólo un modo de hacer, sino también una ideología que impide avanzar al independentismo en su conjunto. Tal como concluye Joan Burdeus, lo que une a personalidades tan diversas como Andreu Mas-Colell, Jordi Cuixart o el mismo Oriol Junqueras es la idea de que la independencia llegará "como un premio moral que nos concederán los otros agentes geopolíticos con un poder real que no tenemos nosotros". El planteamiento reduce la causa de la independencia a una virtud que ni siquiera será juzgada por la propia ciudadanía, sino por fuerzas externas. Esta moralidad le resta al independentismo el pragmatismo necesario para afrontar, no digo ya con unas mínimas condiciones para la victoria sino con unas mínimas condiciones para librarla, una lucha para la emancipación nacional.

La dictadura de las buenas personas implica que allí donde se necesitaría democracia interna y rendición de cuentas y cambios de liderazgo, es decir, en el seno del independentismo y en las instituciones catalanas que controla, gobierna la opacidad y el nepotismo; mientras que allí donde hay que desplegar una estrategia basada en los hechos consumados, el escenario internacional y las instituciones españolas, reina una perfección moral que ya querrían querubines, serafines, arcángeles y todo el resto de la corte celestial.

La represión española ha permitido silenciar las voces críticas con los líderes independentistas, bajo el pretexto de que no se puede reprochar nada a quien está encerrado o tiene muchas posibilidades de no volver a pisar nunca más Catalunya

El independentismo tiene que aplicar en el seno de su movimiento la democracia que tanto exige al estado español. Jordi Cuixart y Jordi Sànchez no están en la prisión porque España no puede gestionar tanta dignidad, porque querían hacer un referéndum o porque se subieron encima de un coche; llevan años encerrados porque la ciudadanía, encabezada por sus líderes, no evitó que las fuerzas de ocupación los secuestraran. Los presos políticos y exiliados están en la prisión y en el exilio no porque España ha perdido (y no puede mirar a los dignísimos ojos de ningún político catalán), sino porque renunciaron a defender el territorio y a desplegar las leyes avaladas por el Parlament. Si las formaciones independentistas en el Parlament catalán consideran que el 155 fue un golpe de estado encubierto, tienen que reconocer que tanto ellas como la Generalitat han colaborado con quien ha propiciado el golpe de estado: han acatado, sin ningún tipo de resistencia, todas las decisiones tomadas por los tribunales y el Gobierno.

Llegar a la paradójica conclusión de que la represión española ha servido para que el independentismo, incluidos los líderes que más la han sufrido, se perpetúe en el poder sin que sus electores puedan criticar sus acciones, no nos empuja al fatalismo y a la destrucción del movimiento, sino a la posibilidad de su regeneración, tanto estratégica como a nivel de liderazgos. En los partidos y en la sociedad civil hay personas dispuestas a romper con el conservadurismo que se ha impuesto dentro del independentismo. El entramado de entidades y asociaciones que organiza el movimiento a nivel ciudadano, y que vertebra el territorio, sigue en pie. Hay que averiguar cómo se articula el movimiento a nivel institucional y de democracia representativa, qué papel se otorga a la seguridad y la defensa del territorio, y cuál es la estrategia revolucionaria (es decir, que desafíe el imperialismo españolista a nivel cultural y político) que se tiene que seguir de ahora en adelante.

Para entender qué es defender la soberanía de un territorio y los costes que implica, recomiendo Occupied, una serie noruega que la Corporació Catalana de Mitjans Audiovisuals patinó al no emitir a partir de octubre del 2017. La serie narra una hipotética invasión no militar de Rusia a Noruega, con el visto bueno de aquella Europa que no lo permitirá, en un presente alternativo al nuestro. Aunque se empezó a emitir en 2015, los capítulos actúan como premonición del procés, pues muchos de los hechos que explican han ocurrido en Catalunya en los últimos tres años.

La serie es un ejemplo del trabajo de culturización que la ciudadanía tiene que hacer si quiere participar en un movimiento de emancipación nacional. Que la mayoría de libros sobre independentismo catalán tan sólo sirvan para hacer hervir la olla que alimenta a la maquinaria procesista, en lugar de para reflexionar sobre la constitución de un estado republicano, implica que tenemos que agudizar el ingenio para encontrar formas de descolonizar la mente y prepararnos para los sacrificios que implica enfrentarse a un estado como España, que no deja de ser un estado democrático. También encontrar espacios de confort para cargar energías. Nadar contra corriente cansa, y más si el flujo de los acontecimientos se mantiene inalterable. Al entramado autonomista que revive bajo la hegemonía del independentismo conservador se le da muy bien hacer que los detractores abandonen por agotamiento. Y es quizás este agotamiento lo que ha obligado muchos a repensar tácticas e, incluso, a largarse.