El independentismo, máquina expendedora de significantes vacíos que no está afectada por la obsolescencia programada, nos ha regalado una palabra que hasta ahora ha pasado desapercibida en el vocabulario procesista. Sin embargo, a raíz del fracaso (¿momentáneo?) de Puigdemont, Comín y Junqueras en Bruselas, y del nuevo vuelco de la CUP, parece que finalmente ganará protagonismo. Se trata del realismo.

En este caso, el error cometido por el independentismo ha sido confundir el realismo de la ejecución de una vía con la vía misma. A grandes rasgos, se nos ha vendido que ampliar la base es una forma realista de alcanzar la independencia, mientras que los embates que mantengan el pulso con el Estado no lo son. Esta división, y la clasificación entre realista o no, es muy artificial. Por una parte, lo que ha demostrado que amplía la base y puede hacer que el independentismo (no ERC) gane unas elecciones en número de votos son los actos soberanos constructivos y los de autoafirmación para enfrentarse al Estado. Es decir, hechos como el 1 de octubre o los resultados de las elecciones europeas. Por otra parte, ni la vía soberana del 1 de octubre, ni la del gobierno efectivo, ni las jugadas maestras de Puigdemont y su círculo más próximo han acabado siendo efectivas porque no hay ningún plan para desarrollarlas ni unir las unas con las otras.

Poner presos y exiliados en las listas no es una medida realista si no estás dispuesto a llevar hasta las últimas consecuencias lo que significa. Proclamar la independencia no es una medida realista si no sabes qué harás al día siguiente. Decir que ahora toca coger fuerzas para ampliar la base no es una medida realista si no haces absolutamente nada para ampliarla y te dedicas a gestionar competencias como si nada hubiera pasado. Organizar movilizaciones ciudadanas en Madrid, Bruselas o Barcelona no es una vía realista si las conviertes en viajes turísticos para que los políticos se hagan selfies. Pedir un pacto de claridad en Madrid para hacer un referéndum no es una vía realista si no tienes una posición de fuerza que obligue el Gobierno a negociar. Buscar luchas compartidas no es una medida realista si rebajas el discurso hasta ser la marca amarilla de los comunes, la demócrata de los socialistas y das suficiente material a El Jueves para que haga un test del tipo de: "¿Frase de Juan Carlos Girauta o de Gabriel Rufián? Uno es un político catalán españolista que hace dinero haciendo el chulo en las redes sociales. El otro, milita en Ciudadanos".

Hasta que las direcciones de los partidos no paren de pelearse las unas con las otras y de repartirse cargos para sobrevivir, no estarán en condiciones de hacer ninguna política realista

Hasta que el independentismo no asuma que el Estado lo ve como un cachorrito de Golden Retriever ladrando para parecer feroz pero que resulta todavía más mono, no estará en condiciones de hacer ninguna política realista. Hasta que las direcciones de los partidos no paren de pelearse las unas con las otras y de repartirse cargos para sobrevivir, no estarán en condiciones de hacer ninguna política realista. Hasta que la ANC y Òmniun no dejen de transmitir la idea de que luchar por la independencia es hacer viajes del Imserso, flashmobs en Montserrat y montar una fiesta mayor en Lledoners, la ciudadanía no estará en condiciones de hacer ninguna acción realista. Hasta que no se entienda que ser buena persona no te hace más merecedor de la independencia que ser un caradura, nadie podrá hacer ninguna política realista.

Lo que convierte el reto del independentismo catalán en una epopeya no es tanto que separarse de un país democrático de la Unión Europea sea una gesta nunca alcanzada; sino que se ha iniciado la conquista de los cielos sin tener claros principios básicos sobre construcción nacional, relaciones internacionales y lucha por la autodeterminación. Además, la base del independentismo es sobre todo clase media, poco acostumbrada a las luchas antisistema, que tarda en superar las derrotas y que necesita muchos palos –literales y figurados– para dejar de creer en las instituciones. La parte positiva es que es resiliente, creativa y sabe dinamizar el territorio. Los políticos no han sabido sacarle provecho más allá de para seguir soldados en la silla. Cuesta de creer que la mala gestión posterior al referéndum sea fruto del desconocimiento, pero la alternativa es pensar en la mala fe de nuestros representantes. No sé cuál de las dos opciones es peor, porque en ambos casos la derrota es dolorosa. Sin embargo, viendo las consecuencias materiales, psicológicas y democráticas que han tenido sus acciones para la ciudadanía catalana en general, y los represaliados en particular, el talante exhibido hasta ahora es del todo indecente y no se tiene que volver a repetir.

Las sentencias pueden ser un buen momento para establecer un cambio de rumbo en la política independentista. Hace falta dejar los partidismos aparte y evaluar, sin prejuicios, qué acciones han funcionado y cuáles no, y por qué. El independentismo no está en condiciones de descartar cualquier vía. Tiene que unirlas de manera que unas compensen las carencias de las otras y todas potencien las fortalezas de todas. Si no, estaría bien que los partidos políticos vuelvan sin rodeos a la gestión autonómica pura y dura –pactos con formaciones españolistas incluidas–, no maree más la perdiz y deje pasar el tiempo hasta que suba una generación que esté dispuesta a asumir los costes de un proceso de independencia y, sobre todo, que tenga la mentalidad y la determinación para hacerlo.