Mi madre siempre dice que, para liberar a la mujer, hay que liberar a la madre. Todavía ahora, cuando llego a casa de mis padres, siempre le pregunto qué hay para comer o qué hay para cenar. Papá y mamá se reparten bastante los trabajos del hogar, pero en muchos casos sigo viendo a mamá como una especie de oráculo. He tardado tiempo en darme cuenta de la hipocresía que supone que, un sábado por la mañana, yo esté leyendo uno de mis libros super feministas de la muerte mientras ella anda con la Thermomix. Un día, me acerqué y le di un beso en la mejilla. Me miró, sorprendida, y yo le dije que era para agradecerle todo lo que hacía por nosotros. "Agradécemelo sacando el lavavajillas y lavando las ollas, que tu padre ha ido a comprar".

Los últimos veinticinco años, se ha pasado gran parte de los días en los trenes, autobuses y metros que la trasladan de Manresa a l'Hospitalet, donde trabaja productivamente, y de l'Hospitalet a Manresa, donde vive y trabaja domésticamente. Cuando yo era pequeña, no trabajaba fuera de casa ni los miércoles ni viernes, y eso hacía que estos dos días fueran como dos haces de luz que atravesaban el bosque espeso de horas de clase y de actividades extraescolares que eran los días laborables. Ya a mi veintena, decidió hacer un curso para convalidar la diplomatura en grado. Su trabajo final fue formidable, y toda la familia fuimos al acto de graduación. Allí pensé que así se debió sentir ella cuando era yo la que sacaba buenas notas, y que, en cierta manera, ir a la graduación de tu madre era como un acto contranaturaleza, del tipo los padres no están preparados para la muerte de sus hijos porque normalmente es al revés. Mamá dice que gracias a su trabajo, sobre diferencias de género en la drogadicción, me hice feminista. Ayudó. Pero lo que me marcó fue descubrir una faceta de mamá: la de alguien que podía ser potente en el ámbito académico.

No he pensado nunca que fuera tonta o inculta, sino al contrario. Siempre la he visto leyendo, mirando series con papá —o sola, que se tragó un maratón de Juego de Tronos— u obligándonos a mis hermanas y a mí a ver la trilogía original de la Guerra de las Galaxias. Pero es cierto que, en casa, siempre la he considerado como la garante de otro tipo de inteligencia. Ella era un contrapunto terrenal a mi tendencia a dejar que el trabajo, o cualquier otra actividad que se me apasione, me envuelva hasta el punto de perder la noción de todo lo que me rodea. Mi madre es un memento mori, aquel tipo de persona que, mientras desfilas victoriosa por las calles de Roma, te va metiendo collejas por detrás porque resulta que de la emoción estás sudando, apestas, tienes ronchas en los sobacos y haz el favor de cambiarte la camisa. Cuando salgo en la tele o hago cualquier acto, su respuesta siempre es "¿qué te pondrás?". Cansada de la preguntita, un día le lancé que si no se alegraba de que hiciera cosas, y ella me dijo que sí, pero que yo tenía tendencia a despistarme con la ropa. Le gruñí como un trol. No hay que decir que ella es mi principal proveedora de camisetas, anillos, zapatos y medias.

Mamá revela aquella parte oscura de ti que sabes que tienes que intentar mejorar pero no te atreves a hacerlo

Hasta hace pocos días, todavía interpretaba su debilidad de anclarme a la tierra como una forma de limitarme. Eso ha hecho que, durante años y años, nuestra relación haya estado como el juego de la cuerda. Ella estira hacia un lado, yo hacia el otro. En plena efervescencia adolescente, la he llegado a considerar mi némesis. Como aliñaba las batallas con episodios de amor materno incondicional, eso hacía que todo fuera todavía más contradictorio. Le he dicho cosas que no me hubiera atrevido a decirle a papá, ni de coña. Pero siempre he tenido miedo de ella cuando se enfada de verdad. De la contundencia de sus nos. De su capacidad de hacerte ver la realidad pura y dura, sin idealismos. Más que un espejo, mamá es alguien que te obliga a mirarte al espejo dirigiéndote la cabeza cogiéndote la barbilla. Con la misma contundencia que abría las cortinas de los probadores del Zara al grito de "a ver cómo te quedan los pantalones" —si todavía no te los habías podido subir, mala suerte—, mamá revela aquella parte oscura de ti que sabes que tienes que intentar mejorar pero no te atreves a hacerlo. Su resiliencia extrema también asusta. Podría vivir años y años en una trinchera, sin doblarse. Eso ha hecho que, a menudo, no se me haya preocupado mucho de su bienestar emocional, por aquello que si tiene energía para soportarnos es que mal no debe estar.

Un día, cuando estás a punto de cumplir la treintena, vas por la calle tan tranquila y de sopetón ves a tu madre reflejada en un escaparate. Siempre has pensado que tus vicios te vienen de mamá y las virtudes de papá, pero aquella imagen te dice que no es así. Empiezas a recordar, primero, pequeños detalles. Como que las dos os emocionáis delante de obras de arte o cerráis los ojos cuando escucháis música clásica en directo. Entonces piensas en cosas más grandes. Tú, también si quisieras, podrías vivir años y años en una trinchera sin terminarte. Te das cuenta que, por mucho que quieras ser original, no dejas de ser una mezcla de características de tu padre y tu madre lanzadas con contundencia contra una pared. Eres un cuadro de Pollock con patas.

Nunca he pensado en si mamá ha sido una buena madre. No lo ha sido en los términos en que los libros y las películas nos han dicho que son las madres. Siempre me ha recordado a las mujeres que salían en las viñetas estampadas a los libros de la Maitena que ella y yo compartíamos durante mi adolescencia. Gracias a una contradictoria historia de sustos, miedos, broncas, alianzas extrañas y alegrías a la cual todavía le quedan muchos capítulos, he concluido que, más que buena o mala, es la madre que me ha tocado, sí, pero también la que más se ajustaba a lo que yo, por la manera como soy, necesito que sea una madre. Mi madre es, simplemente mamá. Y, de momento, todo ha sido bastante entretenido.