Esta semana, La Llança ha publicado la crítica de Marina Porras al ensayo de la escritora feminista Siri Hustvedt sobre el escritor noruego Karl Ove Knausgård. Porras utiliza este ensayo como ejemplo de lo que considera que son los males de un cierto feminismo que tiene tribuna en las universidades y han hecho omnipresente los estudios culturales: un feminismo que no solo no acepta ninguna crítica a su discurso, sino que utiliza narrativas excluyentes y victimitzadoras. Las críticas que presenta en el artículo son bastante habituales tanto en el imaginario colectivo como en círculos académicos no feministas, y es por eso que me gustaría debatirlas. Lo que sigue, pues, no es un ataque a Porras, a quien respeto mucho por su enorme talento en la crítica literaria.

Porras utiliza su experiencia universitaria para justificar la aceptación académica de postulados feministas: explica que ha leído a Julia Kristeva, Simone Weil o Judith Butler, pensadoras anteriormente consideradas como rompedoras. Es por eso que critica que, ante esta normalización, todavía haya sectores que recurran a un discurso basado en el agravio. La diferencia en el acceso a textos feministas es lo que lleva a Porras a establecer una diferencia generacional entre ella y Hustvedt; la escritora norteamericana leía textos feministas en un contexto de rebelión.

La narrativa de la diferencia generacional y la visión del conocimiento feminista desde una perspectiva cronológica que lo fragmenta por etapas están bastante extendidas dentro de los estudios de género en Occidente. Eso ha propiciado varias interpretaciones feministas sobre el propio pensamiento feminista. Por ejemplo, una corriente considera que las teorías feministas formuladas en los noventa y que parten de la filosofía de Butler están creadas por académicas elitistas que han acabado alejando los estudios feministas de la realidad material de muchas mujeres. La autora del libro en que conocí esta narrativa, a su vez, destaca que las feministas que formulan estas quejas son las que, por edad, ocupan una posición de privilegio. Ya que hemos hablado de Kristeva, Gayatri Spivak, peso pesado de los feminismos postcoloniales, criticó duramente un libro de la autora donde hablaba de las mujeres chinas, porque perpetuaba imágenes orientalistas.

Lo que muchas corrientes feministas tienen en común, pues, es cuestionar tanto quién es su objeto de estudio como quién es que estudia este objeto. Eso ha llevado a analizar qué sesgos influyen en la interpretación de hechos observados, así como qué emociones y afectos movilizan los discursos feministas que nacen de estas interpretaciones. El viraje del análisis de la persona que es estudiada a la que la estudia ha permitido debatir sobre cómo el conocimiento, en función de quien lo produce, tiene más posibilidades de ser integrado en la educación formal –como las universidades– o ser valorado positivamente.

Es en este marco donde opino que debemos situar el ensayo de Hustvedt sobre Knausgård. La autora disecciona cómo, a partir de una clasificación socialmente aceptada sobre qué son características y valores femeninos –y que definen el sujeto mujer– y cuáles son masculinos –y que definen el sujeto hombre–, se ha creado una jerarquía que, en el arte y la academia, privilegia las experiencias y disciplinas asociadas a lo masculino. Hustvedt cuestiona esta clasificación, y debate cómo afecta la subjetividad del individuo, mediante el análisis de la obra de Knausgård y de su afirmación que, para él, las escritoras "no son competencia".

Hustvedt escribe que Knausgård es penalizado socialmente, durante su niñez, por mostrar rasgos que se interpretan como femeninos. Pero que el prestigio asociado a la condición masculina hace que se lo alabe por escribir sobre situaciones cotidianas que, si bien suponen un reto para la visión que los otros (y él mismo) tienen de su masculinidad, si fueran explicadas por una mujer, serían despreciadas por pertenecer a la literatura femenina. Esta situación es todavía más paradójica si se tiene en cuenta que Knausgård mismo parece, según Hustvedt, despreciar a unas autoras femeninas en base a un sistema de creencias que a él lo oprimen, a la vez que lo entronizan. La autora, en la parte final del ensayo, relaciona construcciones sociales de género con construcciones sociales sobre una especie de carácter esencial del pueblo noruego. Es una lástima que no dedique más páginas a profundizar en ello.

Lo que escribe Hustvedt, y mi interpretación de lo que escribe, es criticable. Pero preferiría que fuera desde el rigor. A causa del inmenso debate que hay entre las diferentes corrientes de pensamiento feminista, me resulta extraño, primero, que se utilice una interpretación de un texto de una autora para afirmar que hay una rama del feminismo que tiene mucho poder dentro de la academia y que no acepta ninguna crítica (y eso no solo lo ha hecho Porras, es un recurso argumental constante). Y, segundo, que para cuestionar esta corriente y su influencia académica, en lugar de utilizar las críticas que se han formulado desde el feminismo mismo, se acuda a los tópicos.

Que cierto feminismo o los feminismos actuales sean considerados victimistas, excluyentes o emasculantes -Porras escribe que el ensayo de Hustvedt destila ansias de encular a algún macho alfa– no es nuevo. Constituía la base de las críticas y burlas a los movimientos sufragistas que fueron apareciendo en Occidente. A medida que las reivindicaciones feministas han ido siendo asumidas por las sociedades, el discurso ha mutado: las feministas del pasado se quejaban con razón, ahora ya se ha alcanzado la igualdad o estamos en el camino de alcanzarla. A pesar de este cambio argumental, el mensaje sigue siendo el mismo: el feminismo actual es el que falla.

Esta repetición de un mantra que ha servido para blindar de críticas externas a comportamientos y creencias hegemónicas es lo que me chirría de ciertas acusaciones que tildan las corrientes feministas de moralistas y de querer imponer una lectura única, la suya, de los textos literarios. Porras se hace eco de esta acusación citando a Knausgård, pero esta idea es constante en muchas narrativas, académicas o no, que critican a los feminismos. ¿Puede haber moralismo en los feminismos? Sin duda. Sin embargo, en el caso que nos ocupa, lo que Hustvedt cuestionaba en las palabras y la obra de Knausgård es lo mismo que las académicas feministas se han cuestionado las unas de las otras. La duda que tengo, pues, es si los que acusan a las feministas de moralistas tienen la misma predisposición a la crítica.