Barcelona en Comú gobierna la capital catalana a pesar de no ser la fuerza más votada, gracias a los votos en blanco de tres concejales de Ciudadanos, entre ellos Manuel Valls, y de haber descartado un pacto con una fuerza de izquierdas independentista. En la investidura del presidente español Pedro Sánchez, Podemos y comunes han exigido los votos del resto de fuerzas de izquierda para frenar el trifachito, entre los cuales hay Ciudadanos, y han equiparado el no de la CUP y JxCat con el no de Vox.

Barcelona en Comú y Podemos sostienen de forma coherente las dos decisiones sin que les caiga la cara de vergüenza porque tienen un proyecto nacional que toma como marco de referencia un Estado ya constituido. Sí, se trata de un proyecto, la república federal española, tan factible como que Elvis, mi felino capado, deje embarazado al osito de peluche que se calza tres veces cada mañana. Sin embargo, el proyecto de comunes y podemitas puede ser defendido porque las estructuras que lo sustentan, y el nacionalismo banal que justifica la cosmovisión desde donde pretenden construir la estructura territorial e institucional, ya está construido. Cierto, a Podemos y a los comunes no les gusta que el Supremo se pase por el forro las decisiones de los tribunales europeos o que Mossos y fuerzas de ocupación zurren a independentistas. Pero también es verdad que para desarrollar sus políticas se basarán en las instituciones levantadas por el Régimen del 78.

Ot Bou apunta en Vilaweb que el drama de la izquierda española es que no puede gobernar sin oprimir, porque la unión que mantiene España grande y libre es antinatural, con un centro que absorbe toda la energía de una periferia que mira al mar, a los Pirineos y al resto del continente. Como he escrito, la principal diferencia entre los partidos españoles es cómo mantenerla unida: el trifachito, como soldados, con mano dura; el PSOE, como burócratas, con la ley, y Podemos, como activistas, con derechos sociales. No es casualidad que el periodo progresista español que se supone que inauguramos haya venido precedido por la tradicional represión al pueblo catalán. Como dice Ramón Grosfoguel, cuando sitúas la cuestión nacional en el centro del tablero de juego español, el PSOE es tan extrema derecha como Vox. El PSOE, y no los de Abascal, creó a los GAL, un grupo paramilitar que asesinaba a personas de una etnia diferente.

El problema del independentismo, inmerso en una fase reactiva en que ya no propone nada y, por lo tanto, no exhibe su poder, es que no tiene un marco nacional de referencia compartido

La única opción que tiene el independentismo para contrarrestarlo es crear un proyecto nacional. Como detallo en la revista Catarsi, el independentismo tiene que aprovechar el potencial de la nación para cohesionar una sociedad plural bajo la reflexión de saber de dónde se viene y hacia dónde se va. George Orwell decía que quien controla el pasado controla el futuro, y que quien controla el presente controla el pasado. PSOE y Podemos se sustentan en el mito de la Transición para crear un relato histórico marcado por el eje izquierda-derecha que esconda aquello que ha caracterizado el estado español desde su concepción: el dominio de Castilla sobre el resto de naciones. El independentismo no tiene relato propio. Por eso, como demuestra el último artículo de Joan Tardà en El Periódico, compra acríticamente la cosmovisión del españolismo cultural de izquierdas, centrando el debate sobre la supervivencia de Catalunya en la tradicional lucha contra los nacionalismos periféricos tribales que, en el caso catalán, encarna el pujolismo. El relato sirve, con éxito, para difuminar aquello que afirma Kristen Ghodsee: las libertades políticas básicas no se pueden intercambiar por un puesto de trabajo.

Un nacionalismo catalán abierto y propositivo facilitaría un enclave desde donde articular un relato propio. Compartiendo lo que escribe Albano-Dante Fachin en Fot-li Pou, con un relato nacional es más fácil desenmascarar la farsa que ha sostenido la investidura de Sánchez: si mantener la extrema derecha fuera de las instituciones hubiera sido tan importante, el gobierno del PSOE y Podemos habría reconocido el derecho de autodeterminación de Catalunya. Con las presiones a la CUP, JxCat y ERC, han evidenciado que prefieren una España ultra a una de rota.

El proyecto nacional catalán habría ido muy bien en pactos municipales. Se podrían haber hecho alianzas con el PSC y los comunes bajo la condición que aceptaran el derecho a la autodeterminación y rechazaran la ocupación de Catalunya. Habría estado más fácil apartar de la política local todos aquellos cargos independentistas que han participado en redes clientelares o de nepotismo. Se habrían desactivado las pulsiones revanchistas entre actores independentistas y, además, se habría facilitado la creación de la República catalana.

A diferencia de comunes, podemitas, socialistas, populares, ciudadanos y los fascistas miserables de Vox; juntistas, erquies y cupaires no tienen un estado a su servicio. La República catalana existe cuando se la defiende, o cuando la ciudadanía ve las acciones que se desarrollan en su nombre. La falta de proyecto y, sobre todo, de una orientación a la hora de movilizar los recursos materiales disponibles, es un error que el independentismo va arrastrando desde que cogió impulso en el 2012 y que se ha agudizado a raíz de la incompetente gestión de los resultados del referéndum.

El partido más votado en Catalunya en las elecciones españolas fue ERC. Perdió unos 150.000 votos por el camino, pero ganó. El partido independentista más votado en las catalanas fue Junts per Catalunya. Ambos tienen legitimidad para desarrollar las estrategias que crean convenientes. El problema del independentismo, inmerso en una fase reactiva en que ya no propone nada y, por lo tanto, no exhibe su poder, es que no tiene un marco nacional de referencia compartido. Eso hace que los pasos que sigan cada uno de sus actores ―tienen que dar diferentes; representan sectores sociales diferentes― impacten pero no sumen. Ahora rebotan en el tiempo y el espacio como una pelota de pinball. Si generan un resultado positivo, no se puede aprovechar del todo.

Así pues, hay que crear espacios para compartir y ejercer la nación catalana. Si no, es muy difícil que el independentismo salga adelante, viendo las pueriles batallitas entre los partidos que, supuestamente, están en el Parlamento para velar por los intereses de un proyecto que trasciende sus frágiles egos. Hay que construir una nación libre. De momento, la tenemos presa.