Iré a votar. Tapándome la nariz y los oídos, no fuera que alguna declaración política se colara de paso por mis pabellones auditivos y tuviera la tentación de retractarme. Iré a votar porque una mayoría de diputados considerados independentistas es un mensaje tanto interno como externo de que el movimiento sigue vivo, y porque la desaparición del voto dual implica que cada vez se piensa más en clave catalana (o española). Iré a votar porque facilita desgastar España y permite fiscalizar la acción de los partidos independentistas. Punto. Es así de lamentable, la situación.

Soy consciente de que votarlos, sobre todo a ERC y JxC, que han colaborado con las fuerzas de ocupación en la represión del independentismo y en la intervención de las instituciones durante el 155, puede ser visto como un aval a sus políticas. Sobre todo las de ERC, el partido con más números para ganar porque es el único que tiene un plan. Un plan que de momento es un churro, pero es un plan. Eso, en tiempo de incertidumbre, con el mundo convergente en descomposición, una CUP que se afana por hacerse mayor y un cuarto espacio que encadena un aborto tras el otro, es un refugio para muchas personas. Sin embargo, si los partidos han pasado de criminalizar a los manifestantes de Urquinaona a elevarlos a la categoría de héroes e intentan domesticar la acampada de jóvenes de plaza Universitat, es porque notan que algo se cuece en la calle.

A partir del momento en que nuestro voto caiga en el fondo de la urna, o en un colchón de papeletas, tenemos que presionar a los partidos como nunca hemos hecho hasta ahora. Y lo tenemos que hacer teniendo claros una serie de principios. En primer lugar, no existe el diálogo sin líneas rojas, porque en materia de derechos ―al propio cuerpo, a una vida libre de violencias, a la autodeterminación― cualquier punto medio es una renuncia. O garantizas el acceso a una vivienda digna, o no lo garantizas. La negociación se produce, en todo caso, a la hora de establecer cómo se desplegará el derecho.

A partir del momento en que nuestro voto caiga en el fondo de la urna, o en un colchón de papeletas, tenemos que presionar a los partidos como nunca hemos hecho hasta ahora

En segundo lugar, tenemos que entender que estamos en un momento en que es imposible que haya imparcialidad en las instituciones. Ni en el Congreso, ni en los Mossos, ni en la Generalitat. Tal como concluye Jorge Cagiao, Catalunya, ahora mismo, no es un solo pueblo. El profesor desgrana que una mitad de catalanes se percibe como un pueblo o nación catalana a todos los efectos; la otra, parece verse como pueblo o nación catalana tan sólo en algunos casos, y en cambio como nación o pueblo español (pleno) en todos los restantes. "Los importantes", sentencia. Yo añadiría dentro de la mitad unionista a un subgrupo que no percibe Catalunya como nación de nada. La imparcialidad en las instituciones tan sólo se alcanzará cuando una de estas posiciones sea hegemónica. Entonces, el debate será como garantizar la pluralidad en una sociedad apoyada a partir de una idea concreta de nación.

Por si quedaba algún tipo de duda, los comunes forman parte de aquella parte de la ciudadanía que se siente catalana en algunos casos y española en los más relevantes. Lo digo por la sorpresa que ha generado que pidieran explicaciones al president Torra por su presunto vínculo con una hipotética red terrorista de CDR. Como si no hubieran utilizado información falsa para desacreditar a Xavier Trias durante las municipales del 2015. Como si la equidistancia no fuera complacencia con la dominación española.

Precisamente, Jaume Asens se ha sumado a las críticas al independentismo por la falta de empatía que supuestamente ha gastado hacia los catalanes unionistas, a raíz de unas declaraciones de la presidenta Carme Forcadell, que hizo ya encarcelada. Aquí está donde radica el tercer aspecto: ser empáticos con los adversarios políticos pasa para ser conscientes que a muchas personas lo que los ofende es la existencia de un independentismo que decide materializar democráticamente su proyecto político y, sobre todo, que pueda salir adelante. Así pues, buscar nuevas maneras para hacer que más personas se sumen al proyecto del independentismo pasa para asumir que la posición legitimada por el sistema tiende a instrumentalizar el debate sobre las formas de ejercer una lucha para evitar entrar en el fondo de sus demandas.

Creer que el descontento ante de una bronca al entrar en la celebración de los Premios Princesa de Girona o el malestar hacia los procedimientos utilizados en el Parlament de Catalunya durante el 6 y 7 de septiembre es equivalente al encarcelamiento, exilio, persecución y agresión física a independentistas es poner al mismo nivel el estado de ánimo del protegido por el sistema con la existencia del subalterno. Es más, pretender que el independentismo social, ciudadano y político mantenga una posición cordial con aquellos que justifican o ejecutan la dominación española, que no se quejen, en definitiva, o que lo hagan sin subir mucho la voz, es negar la posibilidad de externalizar un agravio. "Qué cojones" es el mínimo que el president Torra tendría que decir del presidente en funciones español.

A partir de ahora, el independentismo no tiene que tener miedo al conflicto. Tal como reza un mural fotografiado durante las revueltas de Chile, no se trata de volver a la normalidad, porque la normalidad era el problema. Eso es una de las cosas más importantes que tiene que guiar nuestro pensamiento y acción políticos tan pronto como hayamos votado el domingo.