Escuchando la intervención de los dos profesores que preguntaban al president Puigdemont en la conferencia que impartió en la Universidad de Copenhague, y sobre todo la de la profesora Marlene Wind, reviví la intuición de que muchos europeos están interpretando el proceso independentista catalán a partir de sus fantasmas en relación al fascismo y el nazismo, así como de todos aquellos conflictos que han causado los nacionalismos a lo largo de los años.

En aquella conferencia degustamos una cata de aquel talante tan europeo de considerar que, como nuestro país tiene una democracia y una identidad nacional bien asentada en las instituciones, el nacionalismo es cosa de minorías atolondradas porque eso nuestro, en el peor de los casos, es patriotismo democrático. Y que no pasa nada porque Dinamarca sea un Estado soberano desde hace años y años pero que, Dios nos salve, si Catalunya, que tiene más de siete, se independiza, los cuatro jinetes del apocalipsis cabalgarán por Europa liderados por Vladímir Putin. Es una gran tradición europea que los catalanes también practicamos. Vertemos aquello que no nos gusta de nosotros mismos en la figura de otro que habita tanto dentro como fuera de unas fronteras menos estables de lo que nos gustaría. Una vez hecho, ya nos podemos definir a partir de la excelencia y eso tan pasado que el merchandising buenrollista llama valores.

Ver a Puigdemont respondiendo algunas preguntas y observaciones que no dejaban de ser una versión académica y sofisticadamente nórdica del tabarnismo forocochero me pareció genial. Dicen los libros de historia que uno de los proyectos principales del catalanismo político había sido reformar España. Una vez hemos dado por muerta a la tregua que los pueblos nos dimos para sanarnos las heridas de la Guerra Civil y el franquismo, hemos comprobado, por milésima vez, que España es irreformable. Algunos catalanes han contribuido o ya les está bien. En este contexto, hace tiempo que el independentismo, una de las evoluciones más exitosas de aquel catalanismo, ha combinado el "Escucha, España" con el "Escucha, Europa".

Con las manos y la bata de laboratorio bien ensangrentadas, veo aquel honorable y sufrido servidor de Catalunya hurgando y hurgando entre órganos ennegrecidos, fluidos espesos y tejidos gelatinosos, al mismo tiempo que revuelve el estómago de las europeísimas audiencia

Como el procés ha servido para abrir en canal el cuerpo del régimen del 78 y exponer a la vista de todo el mundo la sangre autoritaria que circula por cada una de sus venas y arterias, y que alimenta cada una de sus vísceras, el "Escucha, Europa" se ha dedicado a pasear este cuerpo por foros analógicos y digitales, ciudadanos e institucionales, y ha intentado llamar la atención del resto de europeos haciéndoles notar lo discordante que es con los valores (marca registrada) europeos. Ya sabéis, aquellos valores de libertad, democracia y respeto por los derechos humanos que no han evitado que miles de personas mueran cada año ahogadas en el Mediterráneo o congeladas en las fronteras porque a la mayoría de estados no les ha salido de los genitales acogerlos. Eso sí que es realismo. Me preocupa que, con esta estrategia, estemos perpetuando aquella otra tradición tan catalana de intentar solucionar los problemas de los vecinos, o de apelar a una serie de características suyas que hemos idealizado, con la esperanza de que así nos salvaremos. Un anhelo que nos distrae del hecho de que, mientras lo intentamos, seguimos más o menos tan jodidos como siempre.

Bernat Dedéu proponía convertir el Molt Honorable 130 en un ministro de Exteriores, con el objetivo de hacer que el relato republicano sea digno de defender políticamente. Vuelva Puigdemont o no, estoy muy a favor de esta figura. Le daría, además, el título de Destripador Jefe. Lo haría recorrer Europa descascarillando, diseccionando y exhibiendo ante las audiencias populares, institucionales y académicas, los cuerpos envenenados tanto del régimen español como de aquella Unión Europea que no ha acabado de tener éxito en aquello de ser la geografía moral del continente entero porque no ha sabido gestionar sus pulsiones etnicistas y racistas. Con las manos y la bata de laboratorio bien ensangrentadas, veo aquel honorable y sufrido servidor de Catalunya hurgando y hurgando entre órganos ennegrecidos, fluidos espesos y tejidos gelatinosos y alzándolos muy arriba, al mismo tiempo que revuelve el estómago de las europeísimas audiencias. Hasta el punto que todas ellas acaben uniendo a todos los pueblos del continente con un gran vómito de asco.

Me entretengo con la fantasía de una nueva Venganza Catalana mientras espero que los partidos políticos independentistas decidan qué hacer con la investidura del president. Como he dicho manta veces, pase lo que pase, los partidarios de la independencia tendrán (tendremos) que trabajar a pie de calle, a la vez que tendrán (tendremos) que mantener viva la memoria del 1 y el 3 de octubre hasta el punto que acabe siendo una marca indisociable de la identidad catalana. Pero estas acciones quedarán marcadas por lo que ocurra en las instituciones. Tal como dice la abogada Maria Vila, Puigdemont es, hoy por hoy, quien evita la normalización del estado de excepción. Es este temor que los partidos finalmente bajen la cabeza ante la venganza que alimenta mi fantasiosa pulsión carnicera. Es poca cosa, lo sé, pero teniendo en cuenta que la estrategia del Estado español es la de apagar los anhelos legítimos de una parte muy importante del pueblo catalán a base de autoritarismo, cualquier cosquilleo que nos haga sentir que estamos vivos y con energías, ni que sea una chispa, es necesario para mantener la llama.