Si la estrategia represiva del Estado español sirvió para decapitar el independentismo en el ámbito de la política institucional, el relato de la violencia ha roto la que ha sido la principal fortaleza del movimiento, la unidad política de la calle.

Tal como se vio el 21 de diciembre con las movilizaciones de protesta por el Consejo de Ministros, una parte del independentismo ha comprado el discurso españolista de la violencia independentista en las calles y se ha convertido en la policía de otros independentistas. Lo más triste de todo es que para evitar disturbios no hace falta utilizar las mismas palabras que los jueces agitan para mantener a los presos políticos en una eterna prisión preventiva, sino hacer un llamamiento a evitar gamberradas. Conectada al proceso independentista, la palabra violencia se asocia a algo planificado y con un objetivo claro, mientras que las gamberradas hacen referencia a actos aislados cometidos de forma irreflexiva o con objetivos más bien espurios. Hablando de gamberradas y no de violencia, no solo se deja de tratar una parte del independentismo como a potenciales criminales y se obtiene un retrato mucho más fidedigno de lo que podría pasar en los actos independentistas, sino que se es capaz de averiguar qué acciones son cometidas de forma gratuita y cuáles tienen una justificación, como volcar contenedores para evitar las cargas de la Brimo.

Otro ejemplo es la estigmatización de las personas encapuchadas en las manifestaciones. El 1 de octubre se gestó a cara tapada. No sabemos quién compró las urnas, y muchas personas desconocían la implicación de sus familiares en la organización del referéndum. Los propios parlamentarios votaron de forma secreta la proclamación de la república el 27 de octubre. Causa mucho desconcierto y desprotección que los líderes políticos denuncien la represión estatal, pero digan que la independencia no vale ni un preso ni un exiliado más, a la vez que animan a la gente a salir a la calle al día siguiente del día en que el Govern emite un comunicado conjunto con el Gobierno lleno de ambigüedades (en castellano).

Así pues, la asunción del discurso de la violencia hace que el principal peligro para el independentismo no sea el surgimiento de una facción violenta o ultra, sino ver con malos ojos formas de protesta que el 20 de septiembre y el 1 de octubre del 2017 estaban asumidas. Las mismas entidades, la ANC y Òmnium, y los mismos partidos que lideraron unas manifestaciones tan contundentes como no violentas delante de la Conselleria de Economía y la sede de la CUP, el 21 de diciembre organizaron actos con el objetivo de evitar eso mismo delante de la Llotja de Mar. La diferencia entre el 20 de septiembre del año pasado y el 21 de diciembre de este es que las acciones del año anterior se hacían teniendo un objetivo en el horizonte: el referéndum. Ello facilitaba coordinar esfuerzos, controlar la situación y canalizar la frustración y la energía hacia algo productivo.

Ante el temor, hasta ahora infundado, de una hipotética radicalización violenta del independentismo, la solución no es el llirisme —es decir, el andar con el lirio en la mano— del 21-D, porque el llirisme y la radicalización violenta sí se retroalimentan. La solución está en que el independentismo abandone la vía reactiva en que se halla sometido desde que tiene presos y exiliados y retorne a la vía propositiva, la que hizo posible el referéndum de octubre y la que presentó la república catalana como una opción creíble y deseada para muchas personas.

En definitiva, hace falta dejar de hablar de violencia y hablar de independencia.