El concepto de liminalidad nació para explicar el estado transitorio que experimentaba el individuo que se sometía a un ritual de paso. Ya había dejado atrás su condición prerritual, pero todavía no había abrazado del todo la nueva. El resultado de este traslado (que es fruto del movimiento, pero está lo bastante fijo como para ser un estado) es cierta sensación de confusión y desubicación, fruto, a mi entender, de desanclarte de todos tus marcos de referencia y de no ser posible aferrarte a los nuevos. Así es como me siento desde el martes por la noche, cuando Puigdemont declaró la independencia y la suspendió.

Durante semanas, he jugado con la idea de que Catalunya era un cubo de Rubik que se reconfiguraba en función de la idea de país que teníamos, y que esta idea también afectaba cómo nos relacionábamos con el pasado, entendíamos el presente y pronosticábamos el futuro. La impresión que tenía el martes por la noche era que el cubo se había quebrado en decenas de piezas que ahora flotaban por el espacio, porque el tiempo también estaba en suspensión. La incógnita para mí ya no era saber cómo las recomponíamos, sino si todavía estábamos montando un cubo y quién eran los jugadores. La ciudadanía soberanista había respondido el 1 de octubre, parte de la sociedad catalana había condenado la violencia dos días después, los equidistantes, el unionismo y el fascismo también habían salido a la calle, pero ahora parecía que la partida caía en manos invisibles, escondidas en reuniones entre políticos, borrosas por la distancia en el caso de los supuestos mediadores internacionales, o encerradas en consejos de administración de empresas huidizas.

Hasta ahora, el procés había avanzado a golpe de acontecimientos considerados históricos o excepcionales. Manifestaciones, consulta, elecciones plebiscitarias, plenos extraordinarios, referéndum... Si bien todos estos actos requieren preparación previa, llevada a cabo por centenares de ciudadanos, la sensación es que existía una cierta división entre la realidad del procés y la cotidiana. Convivían juntas, es cierto, pero se daban y nos daban momentos de tregua. Independentistas, unionistas o federalistas, sabíamos en qué días teníamos que dar el do de pecho y en cuáles podíamos ir haciendo. Podíamos, incluso, fingir que la cotidianidad estaba exenta de política, que todo iba bien si no hablábamos de ella en la escuela, en la sobremesa, en el trabajo o en el círculo feminista del barrio.

La dinámica empezó a torcerse las semanas previas al 1 de octubre y se hizo evidente al día siguiente. Empezamos a vivir en una situación parecida a la de las películas de ciencia ficción, en que dos mundos paralelos chocan y el resultado es un calidoscópico, donde la inseguridad del individuo radica en que si no vigilas mientras caminas por una explanada firme te puedes caer de un edificio. La tela que los separaba se rasgó en el momento en que las porras marcaron la piel, sacudieron la mente y destrozaron el mobiliario. Y es por eso que ya no tuvo sentido pensar que puedes hablar de solidaridad entre mujeres mientras no condenas la situación que puede comportar que una compañera tuya acabe multada, en chirona o con la carrera suspendida; que un buen amigo es aquel que mira hacia otro lado, o incluso justifica, que te zurren, o que podemos mantener a los niños aislados de todo acto político, mientras ven que los cristales de su escuela están rotos, viven en cuarteles o hacen fiesta el día en que empezó un genocidio.

A veces pienso que, cada cierto tiempo, España sacrifica una o dos generaciones y disciplina Catalunya para seguir unida. Supongo que nos ha tocado y delante de eso no nos queda nada más que seguir adelante. Todavía tenemos la oportunidad de escoger cómo lo superamos. Aunque todo está suspendido en el aire y mezclado como una pintura de Pollock, seguimos teniéndonos los unos a los otros. Seguimos contando, pues, con lo que ha hecho que Catalunya haya sobrevivido durante siglos, a pesar de no tener un Estado que la ampare. A pesar de que el cubo, o sus infinitas partes, parecen no estar en nuestras manos y que desde nuestra posición no podemos captar la totalidad de la partida, ni tampoco conocer del todo las estrategias de cada jugador, nosotros somos la razón por la que este cubo se empezó a mover. Tenemos que confiar en los políticos, pero si fallan nos tenemos a nosotros.