Ramón Grosfoguel los denominó junqueristas y cuixartistas, pero yo prefiero utilizar una terminología que eluda el personalismo. El independentismo hegemónico ha dado a los presos y exiliados un papel de mártires que ha impedido la generación de liderazgos colectivos y ha convertido la amnistía, y no la República catalana, en la prioridad del movimiento. Tampoco está claro que la vía de Jordi Cuixart diste mucho de la de Oriol Junqueras. La esencia, sin embargo, es la misma que lo que quería decir Grosfoguel: en el independentismo hay dos almas.

Una, la conservadora, opta por trazar el camino hacia la independencia preservando las instituciones del país y jugando al juego que marcan las normas estatales en el Congreso y el Senado, utilizando todos sus mecanismos políticos y legales para obligar al estado español a negociar para que acepte un referéndum. La vía conservadora acaba impulsando un discurso que considera que el problema en España es de interpretación de las normas estatales, más que del españolismo que marca la configuración del Estado en sí. Es la que suele ver el conflicto entre Catalunya y España en el eje izquierda-derecha, borrando del relato público que la represión en Catalunya es algo presente en España antes de la Segunda República y que, a lo largo del régimen del 78, durante septiembre y octubre del 2017 hasta la actualidad, el PSOE ha sido un agente activo y el sector comunista y podemita se ha hecho el loco. Son los que más facilidad tienen para aceptar un marco de comunidad centrada exclusivamente en valores cívicos, sin reivindicar aquellos elementos, considerados étnicos, que el españolismo ha atacado tradicionalmente.

La revolucionaria, en cambio, considera que la génesis del conflicto radica en la esencia del nacionalismo español y cómo ha configurado el Estado. Es la que asume que dar pasos atrás, o detenerse para coger fuerzas, no aflojará el castigo que el Estado inflige al independentismo institucional, cultural y civil, porque la razón del castigo no es metodológica, es decir, de cómo el independentismo ha intentado alcanzar sus objetivos, sino ontológica. Lisa y llanamente, el Estado amonesta el independentismo cuando su existencia se desvincula del marco cultural y político español. Es la corriente que considera que tarde o temprano las instituciones catalanas tendrán que cambiar su naturaleza autonómica y poner los recursos materiales, administrativos y jurídicos para actuar de forma soberana; o seguirán siendo los principales agentes de la represión española. También el que pretende configurar un nacionalismo catalán que combine valores cívicos y étnicos, sin que, necesariamente, los segundos se conviertan en una fuente de exclusión.

Lo importante, sin embargo, es que el independentismo sea capaz de definir estos dos puntos de vista con un lenguaje propio y que los pueda interpretar libre de marcos mentales españolistas

El conservadurismo y la revolución son transversales. Si bien ERC es el partido que más defiende el primero, sectores del PDeCAT, comunes y la CUP también comulgan con él. En el caso de la vía revolucionaria, encontraríamos el núcleo duro de JxCat, parte de la CUP, Primàries, el sector de ERC que no levantará la voz hasta que la cosa no se tuerza, y un grupo de reaccionarios esencialistas de mierda, que han transformado los elementos étnicos que el españolismo ha intentado aniquilar en criterios de exclusión social, en la línea del nacionalismo reaccionario de partidos de la extrema derecha franceses u holandeses.

En las dos corrientes hay personas que han visto que el referéndum era un farol para forzar al Estado a negociar y que nadie tenía nada preparado por si el plan fracasaba. También los hay que creen que los líderes de su ámbito son la hostia en patinete y que no se les puede reprochar nada porque se lo han jugado todo (¡Cuánta dignidad! ¡Palomitas!). En los dos bandos hay pensamiento mágico. Algunos conservadores pecan de lirismo y creen que la independencia se alcanzará mirando fuertemente a los ojos a los carceleros, transmitiéndoles rayos de dignidad que no podrán resistir; algunos revolucionarios creen que son la reencarnación de Roger de Flor y que tenemos que arrancar Catalunya de los españoles y, de paso, de los moros y los judíos. Pero vaya, la conclusión con la que nos tenemos que quedar es que en todas partes hay imbéciles. Y en todas partes hay gente con talento. El problema es que todo el mundo es cínico.

Entender eso nos permitiría establecer un debate que no intentara descalificar al otro señalando las carencias cognitivas de algunos de sus partidarios. Hablar de vías conservadoras y revolucionarias nos centraría en las tácticas y estrategias para alcanzar un objetivo común, la independencia de Catalunya, y permitiría llegar a acuerdos entre las partes que aprovecharan el talento de cada bando. En mi caso, considero que el discurso y la base del movimiento tienen que ser claramente revolucionarios: tienen que exponer el españolismo que fundamenta el estado español y construir un relato soberano que empodere a la ciudadanía y que movilice los recursos materiales, tanto para construir una sociedad republicana y catalanista como para desestabilizar el Estado. El conservadurismo lo reservaría para acciones puntuales.

Lo importante, sin embargo, es que el independentismo sea capaz de definir estos dos puntos de vista con un lenguaje propio y que los pueda interpretar libre de marcos mentales españolistas. Este es el fracaso que ha cometido el movimiento, en el momento que buena parte de su base y de referentes académicos, políticos y periodísticos, consideran que la vía conservadora es la pragmática y la dialogante. Los conceptos de pragmatismo y diálogo no tienen valor en sí mismos si no van acompañados de una estrategia para alcanzar un objetivo y, sobre todo, de una cosmovisión que dé sentido a la estrategia y a los pasos para materializarla. En un momento de división independentista fruto de una derrota sin paliativos, quien marca el significado del diálogo y el pragmatismo, y sus límites, es quien tiene la fuerza, los recursos y la autoridad para imponer su proyecto: el gobierno y el estado español.