Cayetana Álvarez de Toledo y Peralta-Ramos, XIII marquesa de Casa Fuerte, es la Cersei Lannister de la política española. De buena casa, rubia, astuta y con la misma mirada gélida y de suficiencia que la Reina de los Siete Reinos, considera que todo aquel que no tiene la sangre azulísima es o su sirvienta o su mayordomo.

Yo me la miro fascinada, como si hubiera visto a un unicornio justo en medio de la Diagonal, porque siempre he pensado que buena parte de la nobleza cayó guillotinada en las calles de Francia y el resto quedó atrapada en la realidad paralela de las revistas del corazón, las regatas y los torneos de hípica. Con ella en frente, es difícil no sentir que desciendes de plebeyos que lucharon por evitar que gente como ella rigiera sus destinos. Es la prueba viviente de que las princesas Disney, si existieran, tratarían a las niñas y los niños que juegan con sus disfraces y cantan sus canciones como si fueran basura.

Igual que la matriarca Lannister, Álvarez de Toledo cree que el poder es poder. Se pasea por los platós de televisiones y radios catalanas, los puestos de Sant Jordi, las calles y los círculos barceloneses donde se corta el bacalao, como si fueran suyos. Sabiendo que los catalanes nos adaptaremos a sus exigencias, atónitos viendo a alguien que habla claro porque no necesita la caduca moral autonomista para sobrevivir. Consciente de que la batalla por la estética y las buenas obras es el juego de los perdedores, se calza un jersey amarillo porque los suyos son los que mandan y a ella todo se la sopla, no en vano encarna el proyecto imperial español que pervive zombi dentro de la piel de toro.

Álvarez de Toledo es el símbolo de aquel estado español que muchos catalanes odian y del cual se quieren separar

La presencia de la marquesa de Casa Fuerte nos recuerda que Catalunya es una colonia, y que el Partido Popular hoy por hoy ha renunciado a que la controlen los locales. Los populares nos han enviado una representante de la nobleza culta, la que ha aprovechado su estirpe para estudiar en Oxford. A su lado, el resto del unionismo catalán queda todavía más retratado como lo que es: los socialistas, un grupo de burócratas; los naranjas, una panda de fanfarrones de baja estofa; los populares, una mezcla de señoritos con ínfulas, golfos como Albiol y sirvientes sin alma como Millo; los comunes, un batiburrillo de maquiavélicos y soñadores que, como la Lliga Regionalista, consideran que los pobres españolitos necesitan Catalunya para evolucionar.

Igual que Cersei Lannister, Álvarez de Toledo expone que lo que pasa en el Reino no es una lucha para frenar el avance global de la extrema derecha, los caminantes blancos, sino que la batalla que estamos librando es por lo de siempre: por la supervivencia de España ―o de los Siete Reinos― tal como la conocemos. No es de extrañar que a los debates a cuatro de partidos españoles no se hable con mucha profundidad de ecología, cultura, inmigración, economía o derechos de las mujeres. Lo que importa ahora es la estabilidad: pactos y Catalunya. Es decir, cómo disciplinar a la colonia rebelde y cómo garantizar la pervivencia del Estado una vez castigado. Cuando las cosas se ponen serias también vemos quién encarna a las élites de poder: hombres blancos y con una identidad nacional claramente española. Las ministras socialistas eran tan sólo un barniz progre para un régimen herido.

No tengo una bola de cristal para saber si la marquesa sacará un escaño en Catalunya. Espero que sí. Álvarez de Toledo es el símbolo de aquel estado español que muchos catalanes odian y del cual se quieren separar. Esperando que la filosofía de "el junquerisme es amor" le dé a ERC la hegemonía que tanto anhela y que cree arrebatada ilegítimamente por los pérfidos convergentes el 21-D ―la independencia ya es otra labor― hay que decir que el único mensaje que ha aglutinado todo el independentismo y lo ha llevado a hacer acciones contundentes y fructíferas, como el 1 de octubre, ha sido el "maldita España". El independentismo no moverá ficha hasta que no se dicten las sentencias y los presos políticos y exiliados puedan decir, si quieren, la verdad. De momento, el odio a lo que es el estado español, que no a los españoles, sigue siendo el principal activo a preservar.