Madrid está hecha para impresionar a catalanes o a cualquier otro indígena que venga de la periferia. El AVE radial, el puente aéreo, los edificios de los ministerios, la Puerta del Sol... el poder se respira en cualquier esquina. Las dos veces que he ido, me he sentido como lo hacía Will Smith al llegar a Beverly Hills durante la careta de entrada de El Príncipe de Bel Air: dentro de un taxi, con la gorrita de pardillo, cámara de fotos a punto y cara de entusiasmo.

En la capital te das cuenta de lo absurdas que son las luchas de capillitas, entre medios, entre partidos, entre feministas, en Catalunya. Tal como relata David Jiménez en El Director, las reyertas en la Corte son por el poder de verdad, no por la administración de una región pseudoautonómica. Ha sido gracias a visitas a Madrid, Londres, Toronto o Nueva York que me he hecho independentista. No sólo porque siempre me he encontrado al típico español que no disimula que le das un asco horroroso o la madrileña que considera que hablar catalán es tan exótico como los leones del Serengueti, sino también porque, una vez pruebas lo que es vivir en ciudades así, es difícil conformarte con lo que tienes en casa. Sobre todo con una Barcelona que cree que ser cosmopolita es ponerle T-Casual a la T-10.

La Villa y Corte convive con el Madrid canalla. El queer, feminista, obrero, antirracista, contracultural. Te sientes muy a gusto. Gente inquieta, acogedora. Más abierta que la que hay en Barcelona, como ironizan las animaciones de Rocío Quillahuaman. Los madrileños, cuando salen de fiesta, no tienen límite. Justo cuando me disponía a ir a cenar con unas amigas, un conocido que ha vivido en la capital me llamó para advertirme de la noche que me esperaba.

Si me lo puedo permitir, iré más a menudo a Madrid. A revivir las complejas sensaciones que genera estar en un lugar que existe a base de domesticar a las élites de mi país y aplastar su historia y cultura, y que a la vez contiene oasis tan hospitalarios como insumisos

Gestionar los contrastes madrileños no es fácil. Entiendo la ilusión de Jaume Asens por tener un ministerio: es la misma que experimentabas cuando la gente enrollada del instituto te incluía en una de sus movidas. Comprendo el síndrome de Estocolmo de Joan Tardà: el Madrid proletario enciende las fantasías fraternales de cualquiera, y dejar que un catalán independentista bonachón, por un generoso sueldo, diga gamberradas en el Congreso les es útil para demostrar que son muy tolerantes. Me solidarizo con Albert Rivera: las mascotas catalanas pueden vivir bien en la Corte, a pesar de ser repudiadas cuando aparece un Abascal que tiene el pedigrí de haberse bregado en la indómita Euskadi. Sufro por la CUP: el poder madrileño es una gran telaraña de normas, alianzas e instrumentalizaciones de las luchas de izquierdas capaz de atrapar a cualquier hobbit dispuesto a luchar contra Sauron fundiendo el anillo bajo su gran ojo. Simpatizo con todo aquel intelectual catalán renegado que ha hecho fortuna en la capital del Reino: si te tienes que vender el alma, conspirar e hinchar el ego para desarrollar el poco o mucho talento que tengas, es mejor hacerlo en un ágora mayor.

El precio que a menudo tienes que pagar, en todos los casos, es renunciar a ejercer una catalanidad rebelde, que exista sin la intermediación española. Una catalanidad que sea a pesar de España. Mi experiencia en Madrid de hace unas semanas fue maravillosa. Mi entusiasmo y su afecto no me ahorró, sin embargo, el malestar al ver aulas o bibliotecas con nombres como Baltasar Garzón, el represor de independentistas catalanes, o Fernando Grande-Marlaska, el represor de independentistas vascos, bautizadas en honor a la contribución de los dos señores en la defensa de los derechos LGTBI. Tampoco me evitaron la decepción de corroborar como buena parte del Madrid canallita avaló la represión catalana ―y la detención de activistas madrileños para defender la autodeterminación― en el momento en que bendijeron un preacuerdo PSOE-Podemos para evitar, presuntamente, el ascenso del trifachito. Bien hecho que hicieron, ojalá la izquierda catalana dejara de ser la bienaventurada de las izquierdas de la piel de toro.

Es justamente ante estos conflictos para salvar el cuello cuando contemplas las verdaderas dimensiones del Madrid fraternal y republicano. Al final, el apoyo del resto del Estado que podemos recibir los independentistas catalanes se reduce a los sospechosos habituales del Sindicato Andaluz de Trabajadores, Madrid por el Derecho a Decidir y organizaciones gallegas y vascas de todo tipo.

Si me lo puedo permitir, iré más a menudo a Madrid. A revivir las complejas sensaciones que genera estar en un lugar que existe a base de domesticar a las élites de mi país y aplastar su historia y cultura, y que a la vez contiene oasis tan hospitalarios como insumisos. A no perder el contacto con lo que significa identificarse con una nación que no tiene que pedir perdón por existir cada cinco minutos, hasta el punto que su gente, a derecha e izquierda, se olvida que pertenece a ella.