Si lo despojamos de sus aspectos menos honorables —envidias, rencores, partidismo, mediocridad, etcétera—, el conflicto que atraviesa el soberanismo y el independentismo catalán, y que lo bloquea y lo lleva a la confusión y la esterilidad, se puede resumir, de forma reduccionista pero clara, como la tensión entre realistas e idealistas. Estos nombres o etiquetas, sin embargo, resultan engañosos, en la medida en que no acaban de capturar con la precisión suficiente lo que en esencia define las posiciones.

Otra manera de intentar hacer una caracterización es situando el "principio de realidad" en el centro, como el elemento que permita distinguir nítidamente entre distintas actitudes. Así, para unos, el principio de realidad resulta fundamental, innegligible, mientras que los otros lo ven como algo mucho menos trascendental, por ejemplo, que la voluntad, la convicción o, pongamos por caso, la justicia de la causa. Naturalmente, todo eso no supone en absoluto que los realistas no crean —creamos—, pongamos por caso, que la causa de Catalunya es justa.

Poner en el centro el principio de realidad puede servir para situar a cada uno en su lugar. Para ubicarlo a lo largo de un continuum, de la escala de grises, trazado por el peso mayor o menor que se da a este principio. Si caricaturizamos, podríamos afirmar que en el extremo de los que menos peso o importancia otorgan al principio de realidad encontraríamos a los ciegos, a los temerarios, a los recalcitrantes o a los bufanúvols. Son los que están infantilmente convencidos de que "querer es poder" o que si uno tiene razón (o así lo cree), el mundo inevitablemente le dará lo que reclama. La expresión bufanúvols remite justamente a eso, a alguien que cree vanidosamente que con sus pulmones puede mover las nubes en la dirección que más le complazca.

Hasta que el independentismo no se ponga de acuerdo consigo mismo y, por ejemplo, no se admita que el octubre del 2017 fue un fracaso que ha dejado Catalunya en una posición notablemente peor de la que tenía pocos años antes, no se podrá avanzar

Los soberanistas e independentistas que defienden el principio de realidad —que está emparentado íntimamente con la ética de la responsabilidad y el cálculo de las consecuencias de cada movimiento— sostienen que es imposible actuar de forma eficaz y constructiva sin proyectar una mirada honesta sobre los hechos, a los que son y a los que han sido. Este ejercicio tiene que permitir un buen análisis, primero, y dibujar la mejor estrategia posible para acercarse y, finalmente, conseguir los objetivos marcados. Sin este reconocimiento de los hechos y su análisis no sólo no se puede pensar en sacar adelante ninguna estrategia de pies a cabeza, sino que, además, no se puede debatir sobre ninguna propuesta para avanzar. Si no hay unos hechos, una realidad compartida, con los que todo el mundo, o la gran mayoría, está de acuerdo, ¿cómo se puede perfeccionar un análisis, intentar discutir una estrategia o imaginar las acciones necesarias en cada momento? Se vuelve imposible.

Eso es justamente a lo que me refería cuando, al principio de estas líneas, lamentaba el bloqueo, la confusión y la esterilidad. Hasta que el soberanismo y el independentismo no se ponga de acuerdo consigo mismo y, por ejemplo, no se admita que en octubre del 2017 fue un fracaso que ha dejado Catalunya en una posición notablemente peor de la que tenía pocos años antes, no se podrá avanzar. Seguir apelando a la "legitimidad" del 1-O o a "implementar la república" mañana mismo no ayudará nada. Como tampoco lo hará tildar a aquellos que apelan al principio de realidad —un principio de realidad más necesario todavía para el bando pequeño y más débil de la confrontación, para David más que para Goliat— de haber renunciado o de buscar excusas. Sería tan injusto como afirmar que los que todavía enarbolan el "tenemos prisa" sienten una atracción atávica e irreprimible por la derrota —propia de todos— y la victimización, pulsiones que, desgraciadamente, adornan fatalmente nuestra historia —si es que queremos hablar de historia.

El principio de realidad es sobre todo la condición necesaria, el único punto de partida que no conduce directamente al desastre y a renovar la frustración. Los realistas no son, pues, los que se conforman con la derrota, muy al contrario. Son los que se toman más seriamente, más tozudamente y con más ambición conseguir la victoria. Son los más conscientes de que no nos podemos permitir más errores.

Saben —como tendría que ser evidente— que esta no es una empresa nada fácil y, por lo tanto, que no se puede banalizar. Saben también que el suicida nunca ha ganado una guerra y que la libertad tiene un precio, un precio alto, como los aparatos del estado español se han ocupado en dejar muy claro. Saben, además, que, si quiere tener éxito, David tiene que ser consciente de su desventaja y también ser muy inteligente: se tiene que conocer muy bien, tiene que conocer a Goliat tan bien como el gigante filisteo se conoce a sí mismo, y tiene que estar familiarizado con el contexto en que la acción tiene lugar. Y, claro, cuando llegue el momento clave, tener la suerte imprescindible en estos casos.