Manuel Valls fue anunciado como un gran fichaje, todos ustedes lo recordarán. ¡Un ex primer ministro de Francia candidato al Ayuntamiento de Barcelona! Albert Rivera se saltó las primarias y toda otra formalidad y lo colocó a dedo como alcaldable. Ciudadanos había fichado a un megacrack y eso es lo que se hace con los megacracks: lo que haga falta, lo que convenga. Gran alfombra roja para la estrella rutilante.

Valls, decíamos, llegó a primer ministro de Francia. Esto a alguien de mentalidad provinciana como Rivera ―entusiasmado por estar haciendo carrera en Madrid― lo debió deslumbrar. También el grupo de ricos y pijillos catalanes que apadrinan a Ciudadanos aplaudieron el aterrizaje: el fichaje fardaba. Era como haberse comprado un pura sangre o bien un ático en Manhattan. Tenían un candidato de impresión. Estaban tan satisfechos que, de haber podido, lo hubieran enseñado a las visitas como el que muestra el nuevo deportivo importado de Inglaterra.

Con mis amigos de juventud, cuando alguien decía que aquel o aquel otro era un "listo", lo hacía a menudo empleando la palabra con el mismo deje negativo que a veces tiene también la palabra castellana "espabilado". Valls es un listo como una catedral. Lo demuestra que enseguida procuró lanzar el mensaje de que él es él y Ciudadanos es Ciudadanos. Que no eran la misma cosa, y que el partido que nació del resentimiento y contra la lengua catalana sólo es uno de los apoyos con que cuenta. Acertó intentando esconder las siglas. Quizás se inspiró en la táctica de Pasqual Maragall en 1999 o tal vez se dejó guiar por lo que piensa en realidad: que él es mejor y más importante que todo Ciudadanos sumado.

En aquel momento no sólo Rivera ―por eso, supongo, toleró la insolencia― sino también el resto de fuerzas políticas estaban convencidos de que Valls podía ganar. En alguna encuesta interna de las que de vez en cuando hacen los partidos, salió como el posible candidato más votado.

Poco a poco, sin embargo, la percepción general ha ido cambiando a peor. Valls tuvo un momento de gloria cuando se manifestó contra el pacto de Ciudadanos con Vox en Andalucía. Es seguro que lo hizo porque comprendió que esa alianza pacto lo perjudicaría en su carrera electoral, es decir, porque es ambicioso, muy ambicioso. Quizá también ―no se puede descartarse― por principios democráticos.

Bluff: alguien que decepciona a otro al que ha dicho o hecho creer que podía conseguir algo cuando, en realidad, no era así

Sea como sea, el pasado demuestra que su ambición es mucho mayor que sus principios. Lo saben bien en Francia, donde vieron como Valls, tras perder en las primarias del Partido Socialista, se negó, enfadado como una mona, a apoyar al ganador, Benoît Hamon. En lugar de eso, lo que hizo fue pasarse a las filas de Macron con la esperanza de volver a tocar poder. Era la enésima deslealtad de un camaleón profesional. Pero Macron, que lo conoce bien, no lo nombró ministro. Además, Valls tiene muy mala fama entre los franceses por su dureza contra inmigrantes y refugiados.

El desinfle fuerte del alcaldable de Barcelona se ha producido en los últimos días. Porque, además de ser un listo, además de creerse muy importante, además de ser muy ambicioso, a menudo a Valls le dan ataques de mal carácter. Estallidos de mala leche. En Francia tales berrinches son famosos. Cogió uno hace poco cuando el ganador del premio Josep Pla, Marc Artigau, denunció en su discurso la existencia de los presos y exiliados independentistas. Valls comenzó a gritar como un energúmeno, e increpó a Artur Mas, culpándolo por ser independentista, y la delegada del Gobierno, Teresa Cunillera, por no hacer nada (como si Cunillera fuera un guardia civil armado).

Por supuesto, Valls no se ha disculpado por haber perdido los papeles tan groseramente, sino que, en su miopía ególatra, debe creer ―como algún pobre articulista de la prensa madrileña― que protagonizó un acto valiente y casi épico. La diferencia abismal entre ejercer libertad de expresión y ser un perfecto maleducado debe ser demasiado sutil para nuestro hombre.

La última que ha hecho Valls, que ya no tiene cara de megacrack sino de megabluff (bluff: alguien que decepciona a otro al que ha dicho o hecho creer que podía conseguir algo cuando, en realidad, no era así), ha sido acudir a una radio pirata para que lo entrevistaran. Ni se le debía cruzar tampoco por la mollera que esto alguien que quiere ser alcalde no puede hacerlo. Ahora la Generalitat le ha reclamado que facilite la dirección de esta radio que emite fuera de la ley, la misma ley que el ex ministro de Interior Valls y Rivera ―en estos y otros aspectos muy parecidos― repiten que debe estar por encima de absolutamente todo.

Este fin de semana, Valls, que había pretendido desmarcarse de la sombra nociva de Ciudadanos, ha vuelto a hacer el camaleón para denunciar en una televisión que los castellanoparlantes se sienten asediados en Barcelona.

En fin, señores y señoras, continúen atentos a sus pantallas, que Manuel Carlos Valls Galfetti ha de brindarnos aún mucho más espectáculo. Esto no acabará aquí, créanme.