Observamos estos días como Laura Borràs, presidenta del Parlament, gesticula aparatosamente ante la orden de la Junta Electoral Central (JEC) de que Pau Juvillà, de la CUP, deje su escaño. El motivo se parece bastante al que expulsó a Quim Torra de la política. Si entonces hablábamos de una pancarta, ahora hablamos de unos lazos colgados en las ventanas del despacho de los cupaires en el Ayuntamiento de Lleida cuando Juvillà era concejal.

Aunque Borràs querría ser como mínimo Juana de Arco, lo cierto es que ella no saldrá mucho mejor parada de este envite que su predecesor republicano ―y a quien no se ha cansado de criticar― Roger Torrent. Por mucha pataleta que se haga, la JEC y el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya ―que es el que condenó a Juvillà― ganarán la partida. Entre otras razones, porque el Tribunal Supremo está perfectamente de acuerdo y aplaude que se inhabilite a Juvillà.

Da lo mismo que, si quisieran ser puntillosos, se podría discutir si los lazos amarillos eran o no eran de signo partidista, ya que es esta consideración lo que los expulsa de la norma en época de elecciones. A mi entender, los lazos no respondían a ninguna opción de partido, sino que expresaban una opinión que podía ser compartida (o no) por gente de todo tipo y condición. A saber: no quiero que los líderes independentistas estén en la prisión o, si lo prefieren: estoy en desacuerdo con la condena contra ellos impuesta por el Tribunal Supremo.

Sea como sea, ni fiscales, ni jueces, ni los miembros de un órgano administrativo como la JEC están dispuestos a ahorrarle al independentismo ni una sola cucharada de la amarga purga que creen que merece. Y si, de paso, pueden hacerle tragar alguna que no merece, también lo harán. Mejor que mejor.

El independentismo está sometido en estos momentos a un bombardeo y lo más inteligente es intentar salvar todo lo que se pueda. No regalar nada. No inmolarse

Así es como el independentismo se encuentra ante un dilema, pues no puede hacer nada realmente efectivo para ganar este envite. Tan sólo puede: a) protestar hasta la inmolación. Mantenerse firme. Plantar cara con todas las consecuencias para mostrar que se rechaza este estado de cosas ―la represión―. Resulta muy heroico, pero, aparte de violentar a los funcionarios, se les sigue el juego a los adversarios, que, además del trofeo que buscaban, se quedan uno o unos cuantos más. O sea que, en vez de ganar por uno a cero, lo hacen por dos o tres a cero. O: b) protestar pero no inmolarse. Es lo más racional y realista, pero no es heroico. El independentismo está sometido en estos momentos a un bombardeo y lo más inteligente es intentar salvar todo lo que se pueda. No regalar nada. No inmolarse. Apretar los dientes, ser descarnadamente pragmático y calcular el futuro.

Naturalmente, ninguna de las dos opciones es buena. Ni siquiera regular. Pero es así como nos encontramos. Y convendría que todo el mundo lo empezara a entender, y pensar y trabajar teniéndolo bien presente.

El caso Juvillà describe perfectamente la situación, una situación que no la salvaremos ni encomendándonos a imaginarias negociaciones con el Gobierno ni tampoco gritando una y mil veces que, si queremos, el Estado se fundirá como un polo de coca-cola en pleno sol de agosto.

La dura y cruda realidad es que en 2017 el independentismo ―políticos, no políticos, la gente― se precipitó y provocó un choque del cual ―como muy bien sabía Rajoy y cualquiera que tenga una mínima idea de qué es un estado y de qué es España― no podía salir victorioso de ningún modo. El Estado se equivocó gravemente el 1-O, pero después la realidad se impuso abrumadoramente y el intento independentista se convirtió en un grave fracaso. Fue una derrota para el independentismo.

Lo que pasa con Juvillà, lo que pasa con Torrent ―a quien se le persigue por permitir un debate parlamentario sobre la monarquía y la autodeterminación―, lo que pasa con Puigdemont, lo que pasa con tantos otros políticos, altos cargos y muchos militantes independentistas anónimos es la respuesta de aquel atrevimiento del 2017. Es la factura, ciertamente muy onerosa, que han decidido que el independentismo, y de paso toda Catalunya ―ellos no lo distinguen mucho, en realidad―, tiene que pagar.

La derrota siempre comporta represalias. O el independentismo admite de una vez que fue vencido y que justamente está gestionando aquella derrota y sus represalias, o tardará muchos más años de los necesarios para reponerse y recomponerse.

Y, francamente, no creo que se lo pueda permitir.