Uno de los grandes éxitos de Jordi Pujol fue hacer creer a todo el mundo que la Generalitat era más de lo que era. Lo consiguió gracias a un fuerte y prolongado liderazgo. Y a una autoridad que se extendía más allá de la que correspondía a su condición de president de Catalunya. De hecho, fueron muchas las veces que Pujol chocó con los representantes del Estado para defender esta autoridad.

Una de las cosas que ha hecho el llamado procés es evidenciar que la Generalitat no solamente no es un estado en pequeño, como Pujol había hecho entender con éxito, sino que es una concesión, un poder delegado del poder real, que no es otro que el del Estado. La aplicación del 155 lo mostró de forma incontestable y, por qué no decirlo, frustrante. El Estatuto de Autonomía no es más que una ley orgánica española. Una ley orgánica que, aunque la aprueben el Parlament y las Cortes españolas, y se valide en referéndum, el Tribunal Constitucional español puede tumbar o reescribir si así le apetece.

La Generalitat pujoliana, que aparentaba más de lo que era, fue preservada con más o menos éxito por los presidentes que vinieron después: Maragall, Montilla, Mas y Puigdemont.

En estos momentos, sin embargo, eso ya no es así. El president de la Generalitat ha perdido autoridad tanto entre los que le apoyan como entre los que no. Tampoco ejerce el liderazgo institucional que le toca. Quizás no sabe. Quizás no lo quiere. Quizás las dos cosas. La Generalitat aparece hoy, por lo tanto, como más raquítica y disminuida que nunca. Contrariamente a lo que había pasado, ahora parece menos de lo que es. Parafraseando a Mao Zedong, se puede apuntar que hoy se ha convertido en un tigre de papel, incapaz de resistir ni el viento ni la lluvia.

La calle, por mucho que se autoorganice, por mucho coraje y convicción que tenga, necesita la política

Quim Torra ya empezó con mal pie al presentarse como un mero interino, como un sustituto de Puigdemont. Después, nunca ha asumido su papel institucional, repitiendo que él no es presidente para gestionar una autonomía. Ha querido seguir siendo un activista, a veces un agitador. No se ha preocupado mucho de todo aquello, que es mucho, que queda fuera del perímetro independentista.

Las protestas en la calle, y en particular los disturbios de carácter violento, han agravado la fragilidad. La respuesta del president Torra ha sido, sin encomendarse a nada ni a nadie, proponer un nuevo referéndum unilateral dentro de esta legislatura. Eso no ha hecho más que aumentar el desbarajuste en el gobierno, entre los partidos que lo conforman y también en el interior de Junts per Catalunya en un momento muy delicado para el país.

De hecho, la voz más audible del Govern ha sido todos estos días la del conseller Buch, a quien muchos dentro y fuera de los partidos gubernamentales reprochan la actuación ―con demasiados episodios cuestionables― de los Mossos d'Esquadra.

Más todavía: cuando el president Torra ha querido ejercer de president, reclamando una reunión con Pedro Sánchez, éste se ha negado exigiéndole que condenara la violencia (a pesar de que Torra lo ha hecho reiteradamente) y que reconociera a los Mossos, la Policía Nacional y la Guardia Civil su actuación.

Sánchez ―y no sólo Sánchez― se atreve a humillar al president de la Generalitat. Lo hace por electoralismo ―la presión de la derecha para que 'castigue' Catalunya es muy grande―, pero también porque Torra ha perdido la autoridad que tenían los presidentes anteriores, muy singularmente Jordi Pujol. En Madrid, los partidos de la derecha y el PSOE, más sus cómplices mediáticos y los aparatos del Estado, alimentan sin descanso la idea de que el independentismo es intrínsecamente violento y prototerrorista, y señalan a Torra como gran y último responsable de los enfrentamientos y disturbios.

Catalunya necesita a un presidente que haga de presidente. Que asuma su papel institucional. Que ejerza y defienda su autoridad a pie y a caballo. Más todavía en una situación tan grave como la actual. Una situación en que, que nadie lo dude, si el presidente Sánchez se hunde en los sondeos electorales, perfectamente puede pasar que opte por intervenir con contundencia en Catalunya utilizando la vía que sea.

Serían necesarios liderazgo y autoridad por parte del president de la Generalitat. Llenar este gran vacío que ahora tenemos. Señalar una dirección. Elaborar un relato convincente, más allá de las ruedas de prensa de Buch.

Además, Torra parece hoy completamente aislado. Solo. La calle, por mucho que se autoorganice, por mucho coraje y convicción que tenga, necesita la política.

Es evidente que el independentismo es víctima de la falta de líderes después de que las cúpulas de sus dos principales fuerzas políticas hayan sido decapitadas. Además, el espacio postconvergente se encuentra en ebullición y, al mismo tiempo, paralizado por los desacuerdos entre los de Puigdemont y el PDeCAT.

Hay que reaccionar. Lo dramático es que no está nada claro cómo.

Por una parte, no parece que el president Torra cambie su particular manera de ser y de hacer. Y por la otra, unas nuevas elecciones, como querría ERC y que parecen la única salida, tampoco aseguran un escenario mejor.