Vivo estos días previos a la sentencia con una mezcla de emociones. Por una parte, tristeza, amargura y enfado ante lo que temo que será una condena dura, de unos cuantos años de prisión, para los líderes independentistas que han sido juzgados en el Tribunal Supremo. Por la otra, estupefacción y alarma ante la forma como una parte del independentismo parece que pretende responder.

Como estoy convencido de que la tristeza, la amargura y el enfado ante la sentencia y la previsible condena son compartidos por muchos, y que, además, no necesitan muchas explicaciones, invertiré estas líneas en tratar de argumentar el porqué de la estupefacción y la alarma.

La estupefacción y la alarma vienen causadas por la espiral de confrontación que va creciendo peligrosamente cada día que pasa. El unitarismo intenta convertir el independentismo en un todo violento, aparte de malvado. Las detenciones de miembros de los CDR el 23 de septiembre han sido ideales para redoblar el esfuerzo por manchar el independentismo con el hollín grasiento de la violencia, para tratar de imponer a Catalunya la plantilla vasca de los tiempos de ETA, con la cual algunos se sentirían tan cómodos.

Y ha sido una equivocación la forma como han reaccionado algunos representantes del independentismo, empezando por el president Torra, rechazando una y otra vez desmarcarse ―lo que era necesario hacer, poniendo naturalmente por delante la presunción de inocencia de los CDR detenidos y encarcelados― de cualquier tentación violenta. Limitarse a gritar que todo es una mentira y un gran montaje, defender la completa inocencia de los detenidos de cualquier manera, ciegamente, y atribuirlo todo, absolutamente todo, al juego sucio del Estado no es, a pesar que lo pueda parecer, ni valiente, ni útil.

El independentismo no puede caer en la trampa de contribuir a engrosar la oleada de criminalización que avanza sobre Catalunya. Una oleada de criminalización que busca el rédito electoral y, en segundo lugar, legitimar una nueva intervención de la autonomía ―a través de la ley de seguridad nacional, el 155 o cualquier otro procedimiento―. No son pocos los que en Madrid sueñan con administrar colonialmente y con mano de hierro nuestro país.

Pedro Sánchez ―un tipo adicto al tacticismo y sin muchas convicciones más allá de sí mismo― no solamente surfea la ola de rencor levantada por la derecha, sino que también la alimenta ante unas elecciones que se presentan cada vez más inciertas para el PSOE.

Utilizar la condena para liberar la rabia, desahogarse agresivamente y perder los estribos es un lujo que el independentismo no se puede permitir

Ante la previsible condena que dictará el Constitucional se tiene que protestar. Con firmeza, rotundamente, masivamente, pero también pacífica y serenamente. Las manifestaciones del Onze de Setembre y el referéndum del 1 de octubre son el ejemplo a seguir. Son aquellas manifestaciones y aquella votación lo mejor que ha hecho el independentismo. También el 3 de octubre del 2017. Y son lo que tiene que inspirar la reacción catalana en estos momentos tan difíciles. Las protestas tienen que ser lo más mayoritarias y concertadas posible, inteligentes y sin perder de vista el horizonte, los objetivos.

Por su parte, el president Torra tendría que tener claro, y no lo parece en absoluto, que la respuesta institucional no puede ser la misma que la respuesta del movimiento independentista civil. Y, también, que la Generalitat es la primera responsable, a través de los Mossos, de garantizar el orden y la seguridad públicos, hecho que sitúa a nuestra policía bajo los focos y, si las cosas se tuercen, posiblemente en una situación muy delicada.

Colapsar el país durante tres días, la ocupación de instituciones como el Parlament o el enfrentamiento con los cuerpos de seguridad son muy malas ideas. Es el tipo de cosas que hay que evitar. De hecho, el desbordamiento agresivo ―aunque sea por grupos no mayoritarios― es lo que están esperando aquellos que no solamente quieren aplastar el independentismo, sino barrer, además, la catalanidad.

Es un disparate, como decíamos, porque favorece y ayuda simbólicamente al relato que asegura que el independentismo es violento, cosa absolutamente falsa.

Pero también lo es en el terreno práctico, siempre que el independentismo sigue sin tener bastante fuerza para imponer la independencia unilateralmente. No la tenía en octubre de hace dos años y no la tiene hoy, aunque incomprensiblemente algunos parecen estar convencidos de todo lo contrario.

Utilizar la condena para liberar la rabia, desahogarse agresivamente y perder los estribos es un lujo que, además de no llevar a ningún sitio, el independentismo no se puede permitir.

No se puede permitir, claro, si realmente quiere, algún día, ganar o ―más probable― negociar desde una mejor posición que la actual.