Hace ya un tiempo que estamos viviendo en la política catalana una curiosa situación de, por así decirlo, inversión de papeles entre las dos grandes opciones que conforman el independentismo, es decir, la vieja ERC y el nuevísimo partido —hasta el punto de que todavía se encuentra en plena fase de estructuración— de Carles Puigdemont, Junts per Catalunya.

Las dos formaciones han protagonizado en paralelo una ruptura, un cisma, en relación a sus correspondientes tradiciones históricas. Esquerra defiende hoy una versión realista y pragmática del independentismo, perfectamente consciente de que la independencia, en todo caso, va para largo. JxCat, por su lado, ha asumido una narrativa de más emotividad y beligerancia, y anima a la confrontación con el Estado. Puigdemont y Sànchez, los dos máximos dirigentes, se han desembarazado conscientemente no solamente del proyecto convergente, sino también de lo que podríamos denominar la 'cultura convergente': el estilo y los valores que la informaban. Para expresarlo de una manera sencilla, en la cuestión de la soberanía, ahora ERC defiende la moderación mientras JxCat abona la radicalidad.

Eso sucede mientras los dos gobiernan juntos en la Generalitat. La diferencia de visiones y proyectos hace que la acción de las fuerzas independentistas sea no solamente diferente, sino a menudo contradictoria. Esta disfunción desembocó en el clima alarmante de enfrentamiento entre socios durante la pasada legislatura, la de la presidencia de Quim Torra.

Jordi Sànchez proviene de la izquierda, del entorno de Iniciativa, mientras que Puigdemont, a pesar de haber sido miembro de CDC y alcalde de Girona por este partido, hoy no se siente nada vinculado a lo que era y representaba Convergència. Más todavía: ha hecho notables esfuerzos para cortar cualquier hilo que pudiera vincular JxCat y Convergència. Un ejemplo claro es la rotunda negativa a coligarse con el PDeCAT para contribuir a las últimas elecciones del pasado 14 de febrero. Puigdemont y Sànchez ofrecían al PDeCAT algunos lugares en las listas, pero exclusivamente a título individual, sin que el PDeCAT pudiera aparecer en ningún sitio, como si no existiera. Esta condición dinamitó el principio de acuerdo y llevó el PDeCAT a presentarse a los comicios.

Después de los dos llamativos procesos de mutación, hoy ERC hace de Convergència y JxCat hace de ERC. ¿Cómo viven personalmente esta transformación los dirigentes de una y otra formación? ¿Cómo se sienten aquellos que se encuentran desubicados, en el gobierno, en otras instituciones, en el partido, después de que sus líderes respectivos hayan dado un volantazo y se hayan abonado a este baile de máscaras?

La diferencia de visiones y proyectos hace que la acción de las fuerzas independentistas sea no solamente diferente, sino a menudo contradictoria

Son muchos los antiguos convergentes, con cargo o sin cargo, que habitan hoy en JxCat pero no se identifican con el discurso de Puigdemont, que reivindica el carácter "fundacional" de la república que, para él, tuvieron los días 1 y 27 de octubre del 2017. Así lo hacía, por ejemplo, en un reciente mensaje —del pasado día 6— como presidente del Consell per la República. El texto añadía: "No podemos dedicar más tiempo del que ya se ha dedicado discutiendo banalidades partidistas: la confrontación con el Estado no se puede rehuir, es una realidad inevitable por la cual tenemos que pasar si queremos que Catalunya sea reconocida como nación soberana e independiente".

Un fenómeno de la misma naturaleza se produce en ERC, donde son muchos los que se sienten alejados de la moderación y el pragmatismo de Pere Aragonès y de Oriol Junqueras. Y de una estrategia que pasa por la mesa de diálogo con el Gobierno y la colaboración con los socialistas en el Congreso. Una estrategia pujolista. La primera entrevista de Oriol Junqueras después de salir de la prisión indultado por Pedro Sánchez llevaba como titular: "La actitud del Gobierno es la mejor que he visto en una década". En ella el líder republicano se encomendaba plenamente al diálogo con el ejecutivo central y exigía paciencia al independentismo.

Este intercambio de papeles empezó, en un caso, con Artur Mas y, después, continuó nítidamente con Carles Puigdemont y Quim Torra. Con respecto a Esquerra, la revolución se produjo bruscamente, a velocidad supersónica, como quien dice de un día para el otro, justo después de la fallida declaración de independencia del 27 de octubre de 2017. Junqueras pasó de empujar a Puigdemont para que hiciera aquella declaración —y no lo que el president tenía pensado, que era convocar elecciones anticipadas— a abrazar la causa de realismo, la mirada larga y el buen gobierno.

Desconozco si los que se encuentran confundidos y perplejos, tanto en el interior de ERC como de JxCat, acabarán sublevándose o generando tensiones graves. O si se adaptarán (los humanos tenemos una poderosísima capacidad de adaptación). Todos saben que, si quieren continuar en política, no pueden desafiar las directrices que desde las cúpulas se imponen con mano de hierro. Tienen que seguir el rebaño. El hecho de que tanto unos como otros tengan amplias áreas de poder para repartir, sobra decirlo, ayuda mucho a mantener la tranquilidad. Es perfectamente posible, pues, que los independentistas más encendidos de ERC y los juntaires más pragmáticos continúen su proceso de moldeado, de sumisión a las drásticas transformaciones de sus partidos. Y encierren su incomodidad, su malestar y hasta su indignación en el seno de la propia intimidad.