El peor infierno de Carles Puigdemont es convertirse en un Tarradellas posmoderno. Quedar arrinconado en un ángulo muerto de la memoria, oculto en una esquina de la historia. Es una pesadilla que comparten sus partidarios y también muchos otros catalanes. No lo desean por injusto, y también porque sería renunciar a un activo ―Puigdemont y los otros exiliados― que se ha demostrado muy eficaz en la lucha a favor de la causa de la autodeterminación y la independencia.

Puigdemont, y mucha gente con él, no está dispuesto a largas décadas de olvido, con la esperanza de que, algún día, una carambola haga que las aguas del Nilo se abran y él ―con el resto de exiliados― pueda volver en medio de la aclamación de todo el mundo. Así sucedió con Tarradellas, cuando el estado español consideró que, dadas las circunstancias, el retorno del president en el exilio constituía el mal menor. No. Puigdemont sabe que eso no sucederá, ni que tampoco ocurrirá un sucedáneo de la fábula del Rey León: el retorno, el triunfo y, seguidamente, muchos años de reinado rebosantes de paz y prosperidad.

Viene todo eso a cuento de la discusión sobre el rol de que tiene que jugar el president Puigdemont y el Consell per la República a partir de ahora. En el momento de afrontar esta cuestión, tan espinosa para ERC y Junts per Catalunya, y uno de los obstáculos para tener nuevo president y nuevo gobierno, lo primero que hay que hacer es asumir que el exilio es muy importante. Por el cúmulo de victorias que acumula contra la justicia española, por el eficaz altavoz que supone y por la fuerte carga simbólica que tiene. También por justicia. Nadie que esté a favor de que Catalunya pueda decidir su futuro puede desear enterrar a Puigdemont y a los demás bajo paladas de vergonzante amnesia. Estoy convencido de que en ERC, muchos, creo que la inmensa mayoría, comparten lo que he intentado resumir arriba.

El Consell tiene que ser un ámbito de diálogo y coordinación del independentismo político y civil, con una acción determinadamente orientada a la internacionalización del conflicto político

Al mismo tiempo, la cúpula republicana tiene toda razón cuando esgrime que Puigdemont y sus partidarios no pueden pretender que el próximo president y el próximo gobierno queden subordinados al Consell per la República. Me parece indiscutible. El Consell per la República es una entidad civil ―y lo tiene que seguir siendo, porque eso la sitúa en principio fuera del alcance del estado español― que reúne partidos y entidades, pero que no tiene ningún derecho a regir el futuro de los catalanes.

Pere Aragonès, a su vez, no puede ser equiparado con Quim Torra. Torra fue un president sustituto, elegido después de que otros tres candidatos antes de él ―Puigdemont, Sànchez, Turull― no lo pudieran ser. Torra, además, adoptó con convicción el papel de president interino, a las órdenes del president legítimo, Puigdemont. Una decisión, la de ceder el mando a distancia a Waterloo, que causó no pocas disfunciones en el quehacer del Govern.

Pere Aragonès, en cambio, fue el presidenciable de ERC en las elecciones del 14 de febrero y, dentro del bloque independentista, fue el ganador. Aragonès será un presidente plenamente legítimo. Un presidente con todas las de la ley.

Pienso que la solución del desencuentro en torno al Consell per la República no puede ser otra, no debe ser otra, que reformular y potenciar el Consell, cosa que empieza por que ERC y la CUP se lo hagan también realmente propio (no menciono a los comunes, porque su tirria ―exhibida sin rubor por Jéssica Albiach en cuanto puede― contra lo que llaman malintencionadamente "la derecha" lo hace impensable).

Desde mi punto de vista, el Consell tiene que ser un ámbito de diálogo y coordinación del independentismo político y civil, con una acción determinadamente orientada a la internacionalización del conflicto político. En este sentido, la propuesta de la Assemblea Nacional Catalana que ha trascendido estos días es una buena base para trabajar. El Consell se tiene que convertir, en definitiva, en una herramienta viva, fuerte y compartida, de la cual Puigdemont tendría que seguir siendo la cara visible, pero no quien hiciera y deshiciera a placer. Las decisiones deberían ser consensuadas, mancomunadas.

Nos encontramos, en esta cuestión, ante uno de esos asuntos en los que, de hecho, unos y otros tienen su parte de razón. Se trata de que sean capaces de entender y aceptar mutuamente la posición del otro. Y se trata, sobre todo, de que, tanto ERC como Junts, proyecten su mirada más allá de las sospechas, las desconfianzas y el rencor. Hacer este esfuerzo no solo sería benéfico para deshacer el nudo del Consell, sino que sin duda también ayudaría para deshacer todos los otros. Visto desde fuera, no parece una hazaña imposible.