El independentismo se halla todavía en estos momentos sumido en el desconcierto tras la derrota política —el fracaso, si se prefiere llamarlo así— sufrida el 27 de octubre de 2017. El nacimiento, este fin de semana, de la Crida Nacional constituye, a mi juicio, una prueba de la confusión y las contradicciones que por desgracia siguen atenazando a una parte del independentismo, al que le está costando horrores darse cuenta del sombrío paisaje engendrado por aquella derrota.

Pese a ello, debe esforzarse en afinar su inteligencia y no dejarse arrastrar por las emociones, por muy justificadas que sean, si quiere evitar que su posición —y con ella la de Catalunya— empeore.

Aunque en los últimos tiempos el independentismo no haya acertado a demostrarlo, se pueden hacer dos e incluso tres cosas a la vez. Los próximos meses transcurrirán marcados por el juicio a la cúpula independentista. El independentismo político y civil debe protestar, impugnar un proceso judicial colmado de sombras y denunciar en el ámbito internacional, sobre todo en Europa, la represión. El juicio dará seguramente muchos motivos para la indignación, incluso entre aquellos que no son independentistas, pero hay que mantener la cabeza fría, es decir, no dejarse llevar por la rabia.

Asimismo, si el Govern quiere influir en el juicio, debería intentarlo discretamente, no formulando exigencias a los cuatro vientos. Vale esto también para otro tipo de demandas, dada la desbocada agresividad de la derecha en relación con todo lo que tiene que ver con Catalunya.

Quienes controlan las cúpulas judiciales, fiscales y de las fuerzas de seguridad no son afines a los socialistas, sino al contrario, algo que dificulta enormemente la capacidad de maniobra de Pedro Sánchez

Quienes controlan las cúpulas judiciales, fiscales y de las fuerzas de seguridad no son afines a los socialistas, sino al contrario, algo que dificulta enormemente la capacidad de maniobra de Pedro Sánchez. Lo hemos vivido hace unos días con las irregulares detenciones de los alcaldes de Verges y de Celrà y de otros independentistas. Mientras al gobierno de Rajoy no le hacía prácticamente falta dar directrices a los citados aparatos del Estado, pues muchos de sus miembros están ideológicamente alineados con el PP (cuando no con Ciudadanos o Vox), al PSOE no le ocurre lo mismo.

Cabe considerar, por otra parte, la gran debilidad política en que se encuentra Sánchez, pues gobierna con muy pocos diputados propios y con un apoyo complementario frágil. En el interior del PSOE resultan asimismo evidentes las tensiones y son muchos los que, tras lo ocurrido en Andalucía, contemplan con pánico las elecciones de mayo. Que el PSOE apoyara en Extremadura una infame demanda de un 155 durísimo formulada por el PP —una verdadera suspensión de la democracia— es producto de la convicción de que si uno no juega la carta de la catalanofobia puede perder fácilmente la partida.

Por todo ello, no comprendo por qué el independentismo debe impedir la tramitación de los presupuestos españoles —mejores en todo caso a lo que hay ahora— y su posterior debate, sabiendo, como saben todos perfectamente, que Sánchez no quiere pero tampoco puede dar luz verde a un referéndum de independencia.

Debilitar a Sánchez es facilitar un gobierno futuro de la tríada de la derecha (o, si acaso, un pacto PSOE-Ciudadanos), lo que supondría un descalabro para Catalunya. El dilema entre el PSOE o la derecha salvaje no se lo ha inventado Sánchez, sino que es un peligro absolutamente real —más aún con la implosión de Podemos—, una dramática perspectiva.