Suerte que las semanas tienen solo siete días y, de estos, tan solo cinco laborables. La que hoy medio acaba ha sido una de las semanas más gloriosas de la marca España, con cierta Catalunya incluida, la de Ítaca —¿recordáis?—. Imbricada sería más adecuado. Sin agotar el presente tramo hebdomadario, han surgido, o, según cómo, resurgido, una plétora de asuntos de lo más indecente. Así, ha estallado el caso Mediador; ha coleado todavía la ejecución de los ERE andaluces con incidentes de ejecución; se ha acordado la apertura, un poco en falso, del juicio oral a Fernández Díaz y a su cohorte de ángeles celestiales y del alcantarillado, es decir, el caso Kitchen; ha quedado visto para sentencia el cuestionado caso Borràs; ha rebrotado el inacabable 3%, ahora de la mano de Ambulancias Egara; y se ha enviado a juicio al más listo de la clase, el caso Casero, exalcalde pepero de Trujillo, gran valedor de los trabajadores. Todo coronado —no puede ser de otra manera— por la permanente tomadura de pelo del impune emérito, ahora tutor de uno de sus nietos, uno sobradamente preparado solo para la fiesta y la bronca.

Esto en escasos, como digo, cinco días. Si esto no es una señal genérica de un país, no sé qué podemos considerar como ADN hispánico. En este contexto poco tienen que recriminarse los constitucionalistas, unos a los otros. Empezando por la Corona, se la puede llamar de todo, pero ejemplar no. Visto su pasado y para fomentar o consentir meterlo bajo la manta, que de tanto estirarla ya veremos cuánto dura, estamos ante una institución de todo menos ejemplar. Y no solo por eso.

El PP, por más que diga que es del pasado lo que ahora cae sobre ellos, no se puede librar de todas las vilezas para llevar a cabo la expropiación de los instrumentos públicos, patrimoniales o institucionales, en exclusivo e inconfesable beneficio propio. Tanto da la interminable Gürtel —todavía vive el juicio oral de la trama Camps— como poner a su servicio —y ellos muy a gusto, todo sea dicho— los policías más venales de la camada. Añadido a todo el rosario de los escándalos de la Kitchen, hemos sabido esta semana que el todavía presidente de la audiencia Nacional —¡no ha tenido la vergüenza torera de irse!— era el hurón judicial del secretario de Estado de Seguridad —uno que también creó una realidad paralela cuando declaró ante el TS en el procés—. En efecto, lo mantenía informado de lo que pasaba en los juzgados que lo investigaban y, para redondear el servicio, lo invitaba a comer a su casa, con intercambio, según las crónicas, de botellas de Vega Sicilia. Sin olvidar, claro está, el caso mascarillas de Madrid.

Del caso Borràs ya hablaremos cuando toque, para comentar lo que toque, pero no hay que olvidar que Borràs está suspendida parlamentariamente, es decir, por decisión parlamentaria, no judicial, de su condición de representante de la soberanía de la ciudadanía de Catalunya, por vínculos a hechos corruptivos. No es buen indicio.

¿Qué decir de un tentáculo más del inagotable e inacabable 3%? [Excurso: ¿por qué los casos por corrupción tardan una media superior a los diez años en ver el juicio oral, sean los que sean los implicados? ¿Se podría hablar de derecho penal del amigo?] Esta vida procesal vegetativa de la corrupción hace que el gran público pueda llegar a olvidar o, cuando menos, a no tener bien presente, que algunos de los sujetos que pululan por la vida política, están haciendo oposiciones al traje de rayas y con bola. No parecen la mejor carta de presentación para los intentos de reavivar Convergència y de reivindicar el pujolismo las noticias forenses de las fechorías del partido que se nombraba piedra angular de Catalunya. Cuando menos, ha liado un buen petate.

Casero, del que con solo recordarlo, brota una franca risotada, lo han pillado, como a otros, haciendo de cacique y le ha tocado una bola negra. También es mala suerte, con la cantidad de travesuras que nos constan por la Pell de brau, que sean tan pocos y por tan poco los que acaban en manos de una Justicia (Fiscalía incluida) que sufre a menudo de tortícolis.

La izquierda, que también presenta una buena hoja de servicios en este campo, ve ahora como a menos de 100 días de las elecciones locales y, en buena parte de España, autonómicas, le estalla en todos los morros lo que puede ser la anécdota de unos fachendosos, de unos mini Roldán —¡qué tristes recuerdos las fotos aparecidas!—. O lo que puede ser el escándalo tectónico que, malgré tout, aparte al PSOE del poder. Llegó en 2018, en primera instancia, por una moción de censura que se hizo creer que era hija de la sentencia en primera instancia de la primera pieza de la saga Gürtel. Aunque parezca que Ferraz/la Moncloa han reaccionado con rapidez, nada más lejos de la realidad, según mi opinión. Todo lo que no sea una investigación digna de tal nombre, o sea, interna sin límites ni obstáculos y después hecha pública, no servirá más que para una agonía en la cual muchos tienen acreditada capacidad, con razón o sin, de prolongarla hasta donde haga falta con tal de recuperar el poder. Mientras, como mínimo, la baraka con el corazón en un puño.

Todo esto con la condición que dejamos en el tintero para otra ocasión el segundo mayor caso de corrupción de España —Catalunya incluida directamente también—: el de los abusos sexuales de la capellanía, adecuadamente amparada por todas las jerarquías eclesiásticas, incluso las que, en apariencia, eran más sensibles al prójimo. Pero las dimensiones de esta corrupción —que no es la única eclesial— desbordan la nota de hoy.

Esta es una de las imágenes más potentes que se perciben de los autores de solo la ley es ley y todo por la ley, en fin, los patriotas de guardia. De todos modos, parece difícil encontrar a un novelista capaz de poner de pie a esta trama.