Finales de verano del 2001, los observadores electorales de la OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa) van aterrizando en el aeropuerto de Minsk, la capital de Bielorrusia. La bienvenida es particular, difusamente tensa.

Oficialmente hemos sido invitados por el gobierno de este país para llevar a cabo una misión de observación electoral, como tantas otras que hace esta organización, de unas elecciones presidenciales que por un polémico cambio constitucional han sido pospuestas dos años.

Desde la OSCE se nos avisa, informalmente, de que el régimen de Lukashenko no quería esta misión. Solo la ha aceptado in extremis y tras fuertes presiones de la organización y de países clave de la misma. Pronto nos quedará claro que -a pesar de ser invitados oficiales del gobierno- generamos incomodidad a los estamentos oficiales, e incluso un cierto pesar si nos dirigimos a la gente de la calle.

La formalidad, sin embargo, se mantiene. Una vez llegados y trasladados a la sede de la misión temporal en un hotel de Minsk, se realiza la formación de última hora, se entregan las credenciales, se asignan grupos y destinos, etc. Antes de que nos presenten a los chóferes e intérpretes que nos acompañarán durante aproximadamente una semana, el jefe de logística de la misión informa que -a diferencia de otras misiones- estos no han sido "validados", sino directamente "sugeridos" por las autoridades del país. Se recomienda discreción ante ellos.

La última noche en Minsk, antes del traslado a las diferentes provincias, la aprovechamos para dar un paseo por la ciudad. Faltan tres días para las elecciones y curiosamente no se ve propaganda electoral en ningún sitio, pero pronto seremos testigos de una escena que desvanecerá cualquier duda. En el centro neurálgico de la ciudad, en el cruce entre la avenida de la Independencia y la calle Lenin (sí, Lenin), se concentran unas docenas de personas. En cuestión de minutos el grupo va creciendo, pero enseguida llegarán varias camionetas de la policía. No hay ni cien personas concentradas y no gritan ningún eslogan, pero enseguida serán rodeadas. Algunas consiguen saltar por la boca del metro, pero la mayoría acaban dentro de los viejos furgones policiales, que pronto desaparecen, sin ruido y con las sirenas apagadas, pero cargados de detenidos. En menos de diez minutos se restablece la normalidad. Nosotros no podemos hacer nada, más allá de observar. De vuelta al hotel informaremos de los hechos a nuestros responsables, que nos comentan que "hace unos días que pasa".

Más tarde un nuevo incidente nos recuerda de nuevo que no somos bienvenidos. Cenando con un grupo de observadores en un restaurante céntrico notamos que los comensales de las otras mesas nos miran interesados, algunos ríen mientras siguen por el televisor la noticia del día: la detención por posesión de drogas de un grupo de supuestos observadores en su habitación de hotel. Por la noche nos confirmarán que ningún miembro de la misión ha sido detenido, y que las imágenes retransmitidas por el noticiario no podían ser del hotel en el que estábamos todos alojados. El incidente nunca será clarificado, a pesar de la protesta de varios embajadores y de la promesa de una investigación oficial, pero la televisión oficial seguirá retransmitiendo la noticia hasta el día de las elecciones.

Durante el resto de la estancia, ya desplazado a la ciudad de Brest (en la frontera con Polonia, la antigua Brest-Litovsk del famoso tratado de paz), el seguimiento de un coche gris con antena (concretamente modelo Volga) es prácticamente constante. Nos informamos de lo que nos parece evidente, es un coche de la KGB, porque sí: Bielorrusia es el único país de la antigua URSS que no se ha molestado en cambiar el nombre de su policía política. Y en la Bielorrusia del 2001 todo el mundo sabía que los Volga de color gris con antena eran del KGB. También nos dirán que no nos preocupemos por nuestra seguridad, con la KGB alrededor nadie "nos molestará". Y es que este es el objetivo, que se vea que están ahí y que ningún civil hable con nosotros, a no ser que esté dispuesto a pagar las consecuencias. Parece ser que el primer "aviso" que un bielorruso recibe (o que recibía en el 2001) ante la sospecha de comportamiento "inadecuado" era encontrarse un día en casa las sillas del comedor encima de la mesa.

El primer "aviso" que un bielorruso recibe (o que recibía en el 2001) ante la sospecha de comportamiento "inadecuado" era encontrarse un día en casa las sillas del comedor encima de la mesa

Obviamente, diecinueve años después, con el desarrollo de las nuevas tecnologías y las redes sociales los métodos se han sofisticado, incluso en algunos casos moderado en las apariencias, pero el fondo se mantiene.

Esta es la Bielorrusia de Lukashenko.

La del único país de la región que no es miembro del Consejo de Europa, ya que mantiene la pena de muerte y no garantiza los más mínimos derechos civiles y democráticos. La de un régimen autoritario conducido con mano de hierro por un presidente, Alexander Lukashenko, que solo por vanidad, misoginia y el machismo más ráncio ha aceptado enfrentarse a Sevtlana Tijanóvskaya afirmando que "no se puede elegir a una mujer para un cargo de tanta responsabilidad", tras denegar o hacer detener a varios candidatos opositores, entre ellos el marido de Tijanóvskaya.

Por si acaso, Lukashenko se ha asegurado que la OSCE no observe estas presidenciales. De hecho desde 1995 que esta organización no ha considerado como "libres y justas" ninguna de las elecciones que ha monitorizado en aquel país.

Según France 24, más de 100 periodistas y blogueros han sido detenidos desde enero en este país, y algunos canales internacionales lo habrían abandonado por cuestiones de seguridad. Otros medios informan de la detención de centenares de manifestantes y opositores durante la campaña electoral, cifra que supera el millar según grupos de defensa de los derechos humanos. También se han denunciado la manipulación de las encuestas oficiales, actos de intimidación por todas partes, caídas en el servicio de internet o la desaparición de las cortinas en las cabinas de voto de muchos colegios electorales, entre otros.

Así actúa el régimen en Bielorrusia, que de momento pretende seguir dirigiendo los destinos del país, a pesar de una movilización sin precedentes de la sociedad civil, de la coalición de la Solidaridad Femenina, de las largas colas en los colegios electorales o del canto de L'estaca, la famosa canción de Lluís Llach que ha sido incorporada como propia por los opositores al régimen.

Queda, sin embargo, la futura evolución de la particular relación que Lukashenko mantiene con Putin, deteriorada en los últimos tiempos, y el impacto que eso puede tener en la futura gobernabilidad de este país. Así como el coronavirus, que campa libremente por las llanuras de la Rusia Blanca mientras el omnipresente Lukashenko -como hacen otros polémicos presidentes- frivoliza sobre su gravedad y la necesidad de hacerle frente.