Leo que la justicia de los Estados Unidos ha actuado contra un par de periodistas que se han preocupado de cubrir las protestas que los Sioux de Dakota del Norte han organizado para detener la construcción de una tubería de más de 8 billones de dólares en su territorio. La obra serviría para transportar petróleo extraído del fracking a través de cuatro Estados y los indios tienen miedo de que contamine el río Missouri. Además, se quejan de que la construcción violaría tierras sagradas de su reserva, donde tienen enterrados los muertos.

Antes de que las películas de zombis se pusieran de moda, el cine norteamericano insistió mucho en el papel que los pequeños heroísmos individuales tienen a la hora de proteger la democracia de los abusos de poder. Netflix acaba de estrenar una serie titulada American Odyssey, que incide en este punto. La figura estrafalaria de Donald Trump, y su resistencia política inesperada, sale de este caldo de cultivo tan literario del hombre contra el Estado, aunque las reivindicaciones de los indios y la libertad de información le importen un comino.

Trump no resiste las críticas de la prensa a pesar de sus vicios y defectos, o a pesar de las equivocaciones que los analistas dicen que ha cometido en la campaña. Todo lo contrario, resiste porque es como es. Resiste porque sus astracanadas se han convertido en un espejo amplificador de las taras del sistema de poder americano. El talante abyecto de Trump habla más de las cloacas de Washington y de los muchos cretinos que las controlan, que de los ciudadanos de las zonas deprimidas de los Estados Unidos que lo votarán, y que empiezan a sufrir algunos síntomas de los indios de las reservas.

Trump irrita y fascina porque pone de manifiesto el contraste que hay entre la belleza moral de los discursos de Obama y el país que deja después de ocho años. Todos los trapos sucios que le han sacado, todas las polémicas que la prensa ha amplificado, han servido para explicar con más detalle quién es Hillary Clinton y el sistema de poder que representa. Trump es uno de esos ogros grotesco que las democracias fabrican para matar debates incómodos, o estigmatizarlos, pero al final ha puesto de manifiesto que las élites de los Estados Unidos vivían mejor contra la Unión Soviética o contra Al Qaeda, que contra sus fantasmas y enemigos interiores.

El ejemplo del líder republicano tendría que prevenir Europa de qué pasa cuando los grandes debates se frivolizan o se aplazan demasiado. Cuando un sistema tiene que tratar grandes sectores de población como si fueran locos o enemigos es que tiene un problema grave y los sermones sobran. Trump será grosero y machista, pero Hillary permitió que la vida de Monica Lewinsky quedara destruida y su marido fue acusado de violación. Trump habla de construir un muro para contener la inmigración, pero el muro no lo empezó a construir él y la utilización despiadada de drones ha crecido bajo el mandato de Obama, que es premio Nobel de la Paz.

En el Estado español la prensa y la política también juegan a espolear ogros que un día podrían descontrolarse. El demonio de la corrupción, que sirvió para evitar que el 9-N se desbordara, ahora empieza a contaminar el legado de Aznar, que tiene un papel en España tanto o más importante que el de Pujol en Catalunya. La memoria del franquismo, después de 40 años de olvido y de relativismo rollo Javier Cercas o Carlos Ruíz Zafón, se ha convertido en un arma electoral, y ya verás el día que se judicialice. El bunker se ha cargado a Pedro Sánchez por la espuria razón que en unas terceras elecciones habría podido pactar con Podemos y con los independentistas.

Los amos y señores de España van colgando estigmas con la idea de que Pablo Iglesias no podrá ganar nunca sólo unas elecciones y que Catalunya no podrá celebrar nunca un referéndum. Como creen que el país es suyo, piensan que eso es lo peor que puede pasar y van jugando con fuego, mientras dan grandes lecciones de democracia, atacan al populismo e hipotecan las vidas de políticos y periodistas jóvenes para justificarse.