Más allá del baile de cifras ridículo de cada año y la más ridícula todavía imposibilidad de la mayoría de medios de demostrar que en pos de la verdad —que no la atrapan es evidente, pero es que ni siquiera lo fingen— y, por lo tanto, en este caso alguien se ha preocupado de contar y acercarse a la cifra real de gente que se reúne en la concentración de cada Diada Nacional de Catalunya, el independentismo ha vuelto a llenar la calle.

Lo hemos hecho pacíficamente, quizás con menos alegría que otros años porque el cansancio que arrastramos —y esto es muy posible que solo sea mi opinión particular—, y el calor que recogimos requirieron mucha más energía que en otros encuentros, pero en todo caso hemos explicitado nuestra posición con contundencia, una vez más. Conocemos y demostramos la importancia de seguir saliendo a la calle y no dejarnos vencer por los relatos interesados que circulan a diestro y siniestro y de manera intensificada cuando los poderes fácticos —de muy diversa naturaleza y condición— necesitan —para poder hacer la suya al margen— matarnos. Me expreso en términos figurados, aunque más de uno o una —quizás— debe tener ganas de hacerlo realmente.

No estamos divididos ni divididas porque desde el inicio todo el mundo, al contrario de lo que se explica, no es que haya tenido cabida en el movimiento, es que ha sido impulsor o impulsora individualmente. Por iniciativa propia. Todo el mundo que quiere va y todo el mundo que no quiere no va, este es el principio de funcionamiento. Es así de sencillo y difícil de manipular, también por eso es tan poderoso. No es un movimiento en el que alguien reparta carnés, es un movimiento del todo transversal e inclusivo. Somos gente muy diferente, por procedencia, por colectivo social e incluso por lengua, que lo único que queremos es ejercer nuestros derechos con libertad. Tanto con respecto al camino para llegar como con respecto al objetivo: la independencia de Catalunya del Estado español.

Hemos sido muchas y muchos llenando la calle, pero hay quien se empeña en fingir que no nos ha visto o incluso puede llegar a decir que no había nadie. El "negacionismo" —por utilizar una palabra al uso que no me gusta nada—, puede durar mucho, puede desgastar mucho, pero quien tiene la razón normalmente se cansa más tarde que quien no la tiene. Ciertamente a veces cogiendo periodos largos de "vacaciones", pero sacando la cabeza una y otra vez hasta conseguir el reconocimiento, en este caso de nuestros derechos y aspiraciones políticas legítimas. Por eso esta ceguera puede durar mucho, pero no eternamente; entre otras cosas porque el pulso con la realidad, en un momento u otro, acaba siendo insostenible. Aunque solo sea por aquello de que la verdad es tozuda.