Lluís Prenafeta es una de las pocas figuras importantes que he conocido sobre la cual podría escribir un Homenot. Curiosamente, siempre que alguien me ha puesto en relación con él, a los diarios o a las redes, ha estado para insultarme. La vida de Lluís no se puede entender sin el cóctel de rabia y por miedo a que el poder real despierta en Catalunya. Los catalanes se asustan en cuanto un nacionalista coge un poco de poder, y entonces corren a aceptar los estigmas que los castellanos de Barcelona y de Madrid le cuelgan para debilitarlo o destruirlo.
Lluís fue, sobre todo, un hombre de una fortaleza interior fuera del común. Siempre aceptó llevar los estigmas que, en Catalunya, se asocian al poder real para dar al país la oportunidad de tener una presencia en el mundo, mientras otros se colgaban las medallas y se hacían pasar por buenas personas. Durante los últimos años de la Transición, no solamente ayudó a organizar las bases institucionales de la Catalunya autonómica, al lado de Jordi Pujol. Con sus dotes de comediante, también sirvió de pararrayos al presidente, vendiendo la película que él era la sombra del poder, el Maquiavel que tenía las manos sucias.
Puedo contar con los dedos de una mano las personas de mi entorno que mantuvieron una relación estable con él, sin sufrir por lo que pudieran decir los diarios o las cotillas. Lluís sabía que todo es vanidad, y se limitaba a hacer su trabajo mirando que las manías y los caprichos de la gente trabajaran para el país de una manera organizada y constructiva. Se habla mucho de su papel a la Generalitat y en la organización de TV3. Pero también se tendría que remarcar el trabajo que hizo para modernizar el país cuando Pujol se retiró; hasta qué punto contribuyó a propiciar el cambio cultural y mediático que ha normalizado la idea de la independencia.
La Fundación Catalunya Abierta, que puso en marcha y presidió, ha sido hasta hoy el único intento serio de proteger con dinero un espacio de discusión intelectual independiente de la propaganda española —y de los tabúes que esta suele promover. Sin Lluís, Salvador Sostres no habría abierto su famoso blog en catalán, ni sus artículos al Ara habrían tenido la resonancia que tuvieron. Sin Lluís, yo no habría publicado el libro sobre Josep Pla, ni habría podido aprender a escribir artículos. Durante muchos años, mi única columna de opinión fue la que Lluís me pagaba a la Fundación.
Sin él, mis amigos y yo habríamos quedado fuera de juego antes de entender cómo funciona el país y tener herramientas para defender nuestro criterio, que no siempre coincidía con el suyo. El experimento de Primàries también salió de la piña de relaciones que él facilitó, antes y después de que los españoles lo detuvieran durante el caso Pretoria. A la ceremonia del entierro, su hijo Marc insistió mucho en que su padre era inocente y que no había hecho "nada malo". Pero a mí me gusta recordar que, sin el respeto que se ganó entre los columnistas jóvenes de la Fundación, su partido probablemente lo habría abandonado en chirona.
Lluís fue un hombre de una fortaleza interior fuera del común. Aceptó llevar|traer los estigmas que en Catalunya se asocian al poder real para dar al país la oportunidad de tener una presencia en el mundo, mientras otros se colgaban medallas y se hacían pasar por buenas personas
No me importan mucho los detalles legales de aquella operación, que se hizo poca después de la consulta de Arenys. Teniendo en cuenta que el dinero está controlado por el Banco de España y por las familias que se enriquecieron con Franco, era difícil que Lluís saliera adelante de construir un contrapoder de base catalana. El dinero no es limpio en ningún sitio, pero en Catalunya pervierten todo lo que tocan si la persona que los gestiona no sabe muy bien qué quiere y es lo bastante valiente para asumir riesgos. Cuando se acuerda de que Lluís se arruinó algunas veces, se tendría que tener en cuenta eso: que si fue temerario, está porque era idealista, en el sentido que tenía una idea neta y clara de las cosas que quería.
Con Lluís, hicimos los primeros viajes por Europa y aprendimos a distinguir las consignas de los políticos de la realidad. A las sobremesas, no le oí decir nunca nada sin propósito, aunque fuera una burrada estrictamente pensada para favorecer su partido, que defendió con una fidelidad insobornable. En un país donde casi todo el mundo encuentra excusas para cambiarse de camisa o para modular los discursos hasta extremos grotescos, Lluís nos dio un ejemplo de continuidad y consistencia. Con el tiempo se ha visto que si alguna cosa estaba corrupta, en Catalunya, era la superioridad moral de los que lo miraban por encima del hombro.
La última vez que vi Lluís fue antes de Navidad. Hacía cuatro años que no nos veíamos y lo encontré físicamente desmejorado, pero con la misma inteligencia de siempre –ágil, directa y precisa. Viendo que las cosas me iban un poco bien en el campo material, me preguntó, con su instinto, para concretar los aspectos generales de la conversación: "¿Has podido hacer una familia?" Habíamos hablado tanto de política que, de entrada, la pregunta me sorprendió, pero enseguida le vi el punto. Me habría gustado complacerlo, sobre todo porque me pareció que mi respuesta lo afectaba.
De repente lo vi cansado, más cansado de lo que nunca lo había visto desde que lo conocí en el 2003. Por un momento me pareció que la vida le pasaba por delante y que todo el esfuerzo que había hecho por dejar un país mejor le caía, encima un poco cómo se le pasó a mi madre los últimos meses. Pensé que, cuando nos hacemos viejos, todo lo vemos un poco más oscuro de lo que es, al contrario de cuándo somos jóvenes, que todas las dificultades nos parecen poco empinadas. Me di cuenta de que Lluís se había pasado la vida velando, desde la sombra, para que la luz de la gente que lo rodeaba brillara tanto como fuera posible. Y que eso, aunque no lo parezca, pide una cantidad inenarrable de energía.